Biografía

Primeros datos biográficos

Madre Clara Sánchez García nació en Torre de Cameros (Logroño) el día 14 de febrero de 1902. Fue la tercera de los siete hijos que Dios concedió al piadoso matrimonio formado por Leopoldo Sánchez, Maestro nacional, y Agustina García. Su madre, antes de nacer, la consagró a San Pascual, el Santo de la Eucaristía, a quien toda la familia profesaba gran devoción.

Fue bautizada el 16 de febrero en la parroquia de San Martín de su pueblo imponiéndole el nombre de Juana de la Concepción. La confirmación la recibió en Soria, en la parroquia de Santa María la Mayor, el 25 de octubre de 1920 de manos del Obispo de la Diócesis, Mons. Mateo Múgica.

Infancia y adolescencia

Sólo contaba Juanita dos años cuando la familia Sánchez García dejó la provincia de Logroño para pasar a la de Soria. Primero se instalaron en Rollamienta y después, y de forma definitiva, en Rebollar. Madre Clara siempre consideró Rebollar como su pueblo natal. Amaba entrañablemente este pueblecito encantador, de gente sencilla, perdido en el mapa de la provincia, que fue el escenario dichoso, el testigo afortunado de su infancia, de su adolescencia y de casi toda su juventud. Si alguien le preguntaba de dónde era indefectiblemente respondía: “De Rebollar”.

En el seno de su familia hondamente cristiana crecía Juanita a la par que forjaba su alma de temple de hierro y se encendía su corazón en el fuego del amor divino. Siendo todavía niña se encargó de enseñar a rezar a sus hermanos pequeños y los cuidaba como verdadera y cariñosa madre. La dulzura, la bondad y amabilidad junto con la fortaleza, prudencia, diligencia, mortificación y espíritu de sacrificio destacaron en ella desde la infancia.

Se ingeniaba mil modos para ofrecer sacrificios al Señor y estimulaba a su hermana y amigas para que ellas hicieran lo mismo. Era una modelo de hija, una criatura angelical. Todos vivían a gusto a su lado.

Le encantaba componer estrofas para cantarlas al Señor y a la Virgen María, salir al campo, coger flores silvestres para, con ellas y las que hacía de tela y de papel, adornar los altares de la iglesia. Sentía atracción fuerte por la soledad y se recogía fácilmente en oración, tanto en casa como en la iglesia. Siempre que podía se escapaba a visitar al Señor Sacramentado. En su presencia permanecía todo el mayor tiempo posible.

Su generosidad no tenía término. Su amor a los pobres y necesitados no conocía límites. Su gozo era inmenso cuando llegaba el día de la fiesta del pueblo y su mamá reunía a los pobres para darles de comer. No se separaba de ellos hasta el último momento. Prefería quedarse sin su postre preferido, las peras, antes que dejarlos solos.

Cuando su mamá la encargaba llevar provisiones a dos familias necesitadas, Juanita cogía mucho más de lo ordenado. Su hermana Concesa le decía: “¡Ay! Si lo ve mamá…”; Juanita respondía serena: “Mañana Dios dirá”. No era una niña como otras de su edad; eso lo sabía muy bien Doña Agustina, su madre.

Trabajaba en casa haciendo todos los quehaceres domésticos y tenía habilidad especial para ellos. Limpiaba la casa, cernía la harina, amasaba el pan, blanqueaba las paredes, hacía las matanzas, etc. según dice su hermana Concesa, dos años menor que Juanita. Las dos eran inseparables. Juanita la tenía por amiga y confidente, escogía siempre los trabajos más costosos dejando lo más fácil para ella. Era tan cándida y sencilla que gozaba con todo.

Era muy devota de la Santa Misa y de la Sagrada Comunión. Comprendía ya entonces el valor infinito del Sacrificio Eucarístico y del Banquete sacrificial. Preparó con esmero a su hermano Pascual para recibir por primera vez a Jesús Sacramentado. Le compuso una oración para pedir la vocación sacerdotal y le decía: “Pascualito, ¿no te gustaría ser sacerdote? Celebrarías la Santa Misa, nos distribuirías la Comunión”. Le gustaba ir a Misa porque allí Cristo se inmolaba por nuestro amor, se nos daba como comida y bebida espiritual. Como entonces no se comulgaba diariamente y ella deseaba unirse con Cristo, decía a su mamá: “Mamá, diga a D. Jaime que al elevar la Sagrada Hostia antes de la Comunión la levante mucho y la tenga un poquito elevada para yo poder comulgar espiritualmente”.

Vocación y vida de estudiante

Tenía dotes extraordinarias para el estudio: inteligencia clara y profunda, intuición penetrante, memoria feliz, fuerza de voluntad invencible, gran capacidad de trabajo; no obstante todo esto, sentía una repugnancia tremenda para dedicarse a él. No quería iniciar una carrera. Desde que tuvo uso de razón había sentido la llamada de Dios para ser monja.

“Nació con el don de la vocación”, dirá su hermana; toda su ilusión era consagrarse al Señor, cuanto antes, en un convento de clausura. La vocación de Juanita era la “alabanza de la gloria de Dios” (Ef 1, 14). Son palabras suyas: “Me enteré que había monjas encerradas, sin salir del convento y que sin cesar alababan a Dios y me dije: Yo seré monja como ésas”. Ella sentía dentro de sí el fuego abrasador de su Palabra, no lo podía contener ni soportar, le impelía a exclamar a cada instante: “Heme aquí, estoy pronta para hacer tu voluntad” (Sal 39; Hb 10, 7). En casa, de momento, no estaban de acuerdo con la vocación de Juanita, no veían claro los designios de Dios y se oponían a que ingresase en el convento.

Tener que demorar la fecha de su consagración a Dios le hacía sufrir enormemente. Con frecuencia demostraba este sufrimiento llorando con amargura pero en silencio. La voluntad de sus padres estaba clara: querían que comenzase la carrera de Magisterio. Se prepararon los papeles y en septiembre de 1920 se trasladó a Soria para realizar el examen de ingreso en la Escuela Normal de la ciudad. En esta Escuela comienza en octubre de ese mismo año el primer curso.

La vida de estudiante le resultaba durísima. Se encontraba desambientada en el mundo estudiantil un tanto superficial, alegre, bullicioso y extravertido. Dios la seguía llamando a la soledad, su alma anhelaba la casa del Señor, el Espíritu le atraía a sumergirse en las profundidades de la vida en Dios. No le iba la vida del mundo y, contra su carácter alegre y expansivo, aparecía ante los demás más bien seria y retraída. Estaba como pez fuera del agua, como una planta delicada fuera de su ambiente.

Con las compañeras era sumamente agradable y servicial, siempre la encontraban disponible para prestarles cualquier servicio. Acudían a ella con confianza en cualquier apuro o necesidad. Todas han confesado que era modelo de estudiante y compañera. A todas quería entrañablemente y todas la querían de igual modo. La recuerdan con afecto y veneración, convencidas de que era un alma extraordinaria. A pesar de tener habilidad especial para ocultar a los ojos de los demás las maravillas de su vida endiosada, haciendo con la mayor sencillez las cosas más sublimes, dejaba un algo de Dios en las almas de las personas con quien rozaba a su paso. Salía de ella como un hálito sobrenatural que llevaba a Dios y adentraba en la esfera de lo divino.

Ni las buenas notas -siempre tuvo matrícula de honor- ni las alabanzas de los profesores le servían de aliciente para continuar los estudios. Nada la aliviaba el peso que sentía viviendo entre el bullicio del mundo: era como un peso muerto que la aplastaba. Le resultaba poco menos que imposible la vida en esta forma. Tanto es así que en el mes de febrero de 1922, cuando cursaba segundo año de Magisterio, se decidió a escribir a su hermano mayor, que ejercía ya como maestro en Galicia, y le expuso lo siguiente: “No puedo estudiar más que este curso; mi vocación es de monja y tengo que responder a este llamamiento del Señor”.

Su hermano recibió un gran disgusto y sin pérdida de tiempo remitió la carta a su padre. D. Leopoldo aunque, como buen cristiano, sentía la alegría de tener una hija monja, también experimentó con la noticia un gran dolor. Le atormentaba el tener que pensar en la próxima separación de aquella hija tan querida. El momento de la prueba llegó para la familia. Aquel mismo día, estando D. Leopoldo en la escuela, sufrió un ataque de embolia cerebral que le ocasionó la muerte.

Ante esta prueba dolorosa parece que las cosas se complicaban para que Juanita pudiera realizar sus deseos de ingresar en la Orden franciscana, en el monasterio que las Clarisas tienen en Soria. Al llegar a Soria conoció esta Orden, profesó en la Tercera Orden de San Francisco y se entusiasmó locamente por todo lo referente al franciscanismo. Supo captar rápidamente el mensaje evangélico de los Serafines de Asís. Era sin duda un alma franciscana cien por cien: sencilla, con la sencillez de niña, rayana en ingenuidad, sensible y penetrante para ver en todo la huella del Amor, poeta para cantar sus maravillas en la creación ardiente y profunda como el amor de los serafines. Había conocido al “Dios Altísimo, al Dios todo bien” (Oración en Escritos completos de San Francisco de Asís, pag 25) y quería seguir las huellas de Cristo pobre, casto y obediente encerrándose en el monasterio.

Juanita veía la situación en que quedaba la familia: su madre viuda y sus hermanos pequeños. Los dos mayores estaban casados. Pero se sentía responsable de su vocación. Comprendía que “hay que obedecer antes a Dios que a los hombres” (Hch 5, 29). El Dios que la llamaba, nuestro Dios, es el Dios incondicional; el Dios de Abraham, que le manda dejar su casa, su familia, su patria; es el Dios de Moisés que le manda hablar a su pueblo siendo tartamudo; es el Dios de las grandes exigencias, de las exigencias y donaciones totales, el Dios absoluto; el Dios que nos dice: “Si quieres venir en pos de mí…” vende, deja, olvida. ¿Para qué? Para poder recibir el Don del Padre “por amor al Reino de los cielos”.

En el Monasterio

La hora había sonado en el reloj de Dios; a pesar de estas circunstancias, que aparentemente impedían el ingreso de Juanita, fue al contrario: toda la familia aceptó su decisión y pensó que había llegado el momento de llevarla a cabo. Se fijó la fecha de su ingreso para el 15 de agosto de aquel mismo año de 1922. Y superando, con la gracia de Dios, otras muchas dificultades que fueron apareciendo inesperadamente, el día de la Asunción de la Virgen hizo su ingreso en el monasterio de Santa Clara de Soria. ¡Cómo había deseado ella este día feliz! Feliz y doloroso al mismo tiempo: Feliz porque veía realizados sus deseos de consagrarse al Señor y doloroso porque debía dejar a los suyos para dedicarse a las cosas del Padre. Su gran corazón sufría por el sufrimiento de ellos, sólo por Dios podía separarse de seres tan queridos. No hay términos adecuados para poder expresar los sentimientos y vivencias de estas horas decisivas en la vida. Santa Teresa nos dirá que sintió como que se le descoyuntaban todos los huesos y Madre Clara, escribiendo a las aspirantes de entonces, se expresaba en estos términos: “Ingresar en el convento es morir al mundo y para morir hay que agonizar. Son verdaderas agonías las que se pasan pero las alegrías que se experimentan después dejan muy pequeños los sufrimientos pasados”.

Ya tenemos a Juanita en el monasterio. La Comunidad estaba constituida por dieciséis hermanas, ella hizo el número diecisiete. En esa fecha era Abadesa la Madre Gregoria Purroy, que tanto oró y se sacrificó por facilitarle el ingreso. El gozo y la felicidad que experimentó Juanita el día de su entrada en el convento no lo olvidará jamás. Todos los años, el día de la Asunción, lo recordaba a las monjas con agradecimiento inmenso al Padre de las misericordias que por pura gracia la había llamado. En el Noviciado se encontró con otra postulante y la Maestra. La Maestra era un alma muy buena, sencilla y franciscana, pero su talento distaba mucho del de Juanita. Como ésta tenía especial habilidad para humillarse, para ocultarse, para desaparecer, la Madre al principio no la comprendió y tuvo que sufrir mucho.

El 8 de febrero de 1923, pocos días antes de vestir el hábito, se celebró el capítulo trienal en la Comunidad. Resultó elegida Abadesa la Maestra de novicias y Maestra de novicias la Abadesa. Madre Gregoria Purroy, elegida para Maestra, era una mujer espiritual, competente, inteligente, fina y delicada pero tampoco se dio cuenta, de momento, del tesoro que tenía en la postulante. No supo captar la profundidad de su vida interior. Como se había dedicado al estudio los años anteriores a su ingreso en el monasterio, la compañera del Noviciado la consideraba inepta para las faenas de la casa.

Precisamente era todo lo contrario, una mujer hábil y dispuesta. En casa se había dedicado siempre, con gran ilusión, a los trabajos domésticos. Por esta causa le vinieron muchas humillaciones. Pero “todo se convierte en bien para los que aman a Dios” (Rom 8, 28). Juanita de todo se aprovechaba para fundamentarse en la fe y apoyarse sólo y únicamente en Dios. Le consideraba su “alcázar y fortaleza, la roca de su refugio” (Sal 70). Seguía viviendo su vida espiritual en profundidad; se trazó su plan interior y no se preocupaba de lo que pudieran decir a su alrededor. Transcurridos cuatro meses desde su ingreso, según las normas canónicas de aquel tiempo, había que explorar la voluntad de la postulante antes de vestir el hábito. Dos frailes franciscanos (el Guardián, P. Julio Eguíluz OFM, y un compañero) llegaron al convento, delegados por el Obispo, para cumplir esta misión. Se fijó el día de la toma de hábito. Juanita con toda ingenuidad expresó su deseo de que presidiese la ceremonia su confesor, el P. Félix Ochoa OFM. Esta espontaneidad se le achacó como falta de desprendimiento.

Y llegó el 18 de febrero de 1923, día que tanto había anhelado Juanita, en que se disponía con firme decisión, confiando en “el nombre del Señor” a iniciar su vida religiosa: vida de entrega incondicional al servicio de Dios y de la Iglesia, vivida en retiro, en silencio, en oración, en trabajo y en penitencia. Cambió el nombre del Bautismo por el de Sor Clara de la Concepción. Se sucedían los días y los meses. El tiempo del Noviciado seguía su curso. Su experta Maestra poco a poco iba calando en el alma de Sor Clara y se iba dando cuenta del valioso tesoro que Dios les había regalado en esta novicia. Convencida de ello, habló con el P. Guardián para comunicarle este gran beneficio del Señor a la Comunidad. El padre conservaba el recuerdo del día de la exploración y seguía pensando lo contrario.

La Madre Maestra se las arregló para preparar una entrevista de Sor Clara con el P. Guardián. Sor Clara no era alma de muchas consultas pero al fin accedió a lo que con insistencia le insinuaba su Maestra. Se realizó el encuentro. Encuentro providencial de dos almas grandes que sólo buscaban la gloria de Dios. A los pocos minutos de la conversación el padre comprendió que aquella novicia era un alma de excepción. Hasta su muerte, en 1957, este franciscano se encargó de dirigir su espíritu y le ayudó eficazmente en todas sus empresas.

Cuando el Padre tuvo ocasión de hablar con la Maestra le dijo: “La Comunidad tiene un verdadero tesoro en esta novicia”. A Madre Gregoria, después Abadesa durante muchos años, le hemos oído repetir en numerosas ocasiones: “Doy por bien empleados todos los sinsabores de mis largos años de Abadesa, a cambio de la gracia que el Señor me concedió recibiendo en la Comunidad a esta alma”.

Sor Clara era completamente feliz en la vida franciscana. La vida del convento le parecía el cielo. Cielo que ella creó a fuerza de vencerse a sí misma, dominarse y renunciar a su propia voluntad: “Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23) había dicho el Maestro. Es doctrina segura y franciscana que no debe fallar en los seguidores de Cristo. Sor Clara la practicó siempre con alegría. ¡Cuántas veces repetía con su sonrisa habitual: “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7)! ¡Cuántas veces escucharon sus hermanas de sus labios la florecilla de la perfecta alegría, parafraseando la última estrofa!: “… Si nosotros sufrimos todas las cosas con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito, las cuales debemos sufrir por amor, escribe ¡oh Fray León! en esto está la perfecta alegría… Que sobre todos los bienes, gracias y dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el vencerse a sí mismos y sufrir voluntariamente por amor de Cristo, penas, injurias, oprobios y molestias, ya que de todos los otros dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios… En la cruz de las tribulaciones y aflicciones podemos gloriarnos porque es cosa nuestra y así dice el apóstol: Yo no quiero gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Florecillas de San Francisco).

Durante el tiempo del postulantado y del Noviciado no gozó de buena salud. En cambio, desde la Profesión de votos simples tuvo una salud a toda prueba. Jamás se le vio enferma, excepto alguna gripe. Tenía muchos valores, grandes valores: humanos, espirituales y sobrenaturales. Era ardiente, optimista, poeta a lo franciscano, había soñado siempre, antes de ingresar en el monasterio, con preparar ornamentos para el culto del Señor: pintar casullas, bordar purificadores, hacer corporales, etc… “Le devoraba el celo de la Casa del Señor” (Sal 69, 10) pero jamás pudo hacer nada de esto. En el Noviciado carecían de todo, la Comunidad vivía pobrísimamente, y se pasó todo el tiempo de su formación tirando de las prendas que otra novicia cosía en una máquina para hacerlas pasar.

Aquella devoción grande que sentía hacia el Señor del Sagrario y el Niño del Pesebre durante su infancia, adolescencia y juventud, que le movía a escribir poesías con claras alusiones a la Eucaristía y la Encarnación, en su vida religiosa iba creciendo y tomando forma concreta. No se puede dudar de que Sor Clara era un alma carismática. Como a Francisco y a Clara de Asís se le dio el comprender en profundidad y anchura el misterio de la Eucaristía: misterio de donación total a los hombres, misterio de anonadamiento y gloria. El Jesús que se da en la Misa como alimento se queda para servir de Viático y ser adorado en “espíritu y verdad” (Jn 4, 23).

Según escribe ella misma: “Quiso el Señor poner (en ella) ardiente deseo de vivir en toda plenitud el ideal franciscano eucarístico. ¡Qué feliz en el convento! Pero qué desilusión al enterarme que la Regla que tan perfectamente observaba la Comunidad y que se leía en el refectorio no era la primera escrita por Santa Clara de Asís sino la segunda, aprobada por Urbano IV, en la que no aparecía la pobreza en común y en cambio permitía a los monasterios posesiones”. Ella cuenta que: “Al pasear cierto día en el recreo con mi Madre Maestra y preguntarle sobre esta segunda Regla, aprendí su significado con claridad. ¿Qué hacer? Pregunté al Señor y encontré la solución: Observar bien la Regla que había encontrado y pedir constantemente al Cielo con absoluta confianza llegase la Comunidad a profesar la primera Regla. Silencio y manos a la obra”. Y sigue escribiendo: “Otra impresión fuerte fue aquella cortina negra de la reja del coro que impedía la vista del Sagrario… ¡qué tristeza! Y al observar el curso ordinario de la Comunidad, saber a Jesús Sacramentado solo en la iglesia, solo, sin un alma ni en el coro fuera de las horas del rezo y de la Misa… Esto me causaba pena muy honda y ansia muy grande de hacerle compañía pero no se permitía hacer sino raras visitas… Orar, contar mis ansias alguna vez, y esperar” (En Evoluciones Franciscanas Eucarísticas: Así tituló sus ideales, puestos por escrito de su puño y letra, a petición de D. Carmelo Jiménez).

El 24 de febrero de 1924 pronunció los primeros votos, signo de su alianza de amor con Dios, señal de su pertenencia a la familia franciscana, y que cumplió a lo largo de 49 años en “acción de gracias” con disponibilidad plena para el Reino. En el año 1925 ingresaron otras dos jóvenes postulantes. Sor Clara se sentía feliz con ellas, siempre tuvo celo enorme y sed insaciable de que se consagraran almas a Dios en la vida religiosa. Durante los votos simples quedó en el Noviciado. Con las nuevas postulantes gozaba lo indecible, les comunicaba sus aspiraciones, les hablaba de Dios, de las maravillas de la vida religiosa, del espíritu franciscano, comentaba textos de la Sagrada Escritura… Todo esto lo hacía con la sencillez y naturalidad encantadoras que la caracterizaban, al mismo tiempo que con la profundidad de un teólogo y la experiencia de una mística. Prácticamente fue ella quien las inició en la vida religiosa. Parecía una maestra consumada por su equilibrio, sabiduría, prudencia, caridad y dulzura. La Maestra de novicias disfrutaba con ello y repetía a las postulantes: “Aprovéchense todo lo que puedan de los ejemplos de Sor Clara”.

Con su vida y sus palabras sembró en el alma de aquellas jóvenes, y de las que más tarde fueron ingresando, inquietud operante hacia los ideales que el Señor había puesto en su alma: la adoración perpetua del Santísimo Sacramento y la profesión de la Primera Regla, la escrita por la misma Madre Santa Clara, aprobada por Inocencio IV en 1253, calcada de la de San Francisco, cuya norma de vida no es otra que “el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo”.

Al comenzar nuevo trienio en 1926, estando todavía en el Noviciado, le asignaron los oficios de provisora y rizadora. Este último continuó desempeñándolo con gran sacrificio, incluso siendo Abadesa, hasta la renovación del vestuario litúrgico. El 24 de febrero de 1927, cuando contaba veinticinco años de edad, pronunció los votos solemnes en la Orden de Santa Clara, a la que amaba entrañablemente y de la que fue hija fidelísima hasta la muerte.

Al salir del Noviciado Dios quiso probar el amor de esta alma grande sometiéndola a duras pruebas interiores: tristezas indecibles, sequedad, repugnancias, amarguras profundas de espíritu. Pudo superar esta aridez buscando en la Sagrada Escritura la luz que había dejado de iluminar su alma, el consuelo de su Presencia, la seguridad de la fe. Estas vivencias le sirvieron para entrar de lleno en una nueva y más intensa etapa de su vida sobrenatural. Confiaba contra toda esperanza y actuaba como si nada silenciosa y obediente. Por entonces, y para consuelo de su alma, escribió unos comentarios maravillosos de la Sagrada Escritura que destruyó en su afán de esconderse. Se perdió con ello un precioso tesoro espiritual.

En el trienio que dio comienzo en febrero de 1932 la nombraron tornera, desempeñando este oficio hasta 1941, en que, a la edad de treinta y nueve años, fue postulada para Abadesa, ejerciendo este cargo hasta 1958. A lo largo de estos trienios Sor Clara se comportó como una perfecta clarisa, con la madurez de una religiosa entrada en años y progresando cada día de “virtud en virtud”.

Un carisma especial

Para Sor Clara la Misa era verdaderamente el núcleo de su vida espiritual “como centro y punto culminante de la vida cristiana” (LG 21). El Jesús que se inmola en el Altar es el don inefable del Padre que recibe la Iglesia del Espíritu Santo como prenda de su Amor. Le gustaba participar en el Sacrificio activamente, ofreciendo juntamente con el sacerdote la Víctima divina por la salvación del mundo entero y ofreciéndose ella misma con Cristo al Padre:

“Padre te ofrezco a Jesús,
con Él me ofrezco, Dios mío.
En María y con María,
unida a todas las Misas
por sin fin de Eternidades.
Y mientras dure mi aliento
sobre el Ara del Altar
siempre en María y por Ella
unida al Gran Sacrificio
te ofrezco mi inmolación
con la inmolación de Cristo.
¡Padre mío!
Por el Cáliz que se eleva
ahora mismo en el Altar
¡dame lo que te pido!
como sea de tu agrado
que Tú me lo puedas dar”

Podríamos seguir citando pensamientos suyos alusivos al insondable Misterio, al Sacramento, que ella vivía con intensidad de fe, que adoraba rendida ante su Presencia en acción de gracias. Sus deseos de verlo adorado por todo el mundo se agrandaban de día en día. Su alma buscaba el rostro del Señor en la Carne de su Hijo entregado en el Sacramento de la Eucaristía “como busca la cierva corrientes de agua” (Sal 41). Y en su acto de fe contemplaba al Señor-Eucaristía reflejo de la gloria del Padre, revelación del Padre que como Hijo “obediente se entregó por nosotros a la muerte de Cruz y por eso recibió el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2). Veía en la Eucaristía la prolongación del Misterio de la Cruz como fascinación del Amor. La lejanía escatológica de la Parusía del Señor la hacía próxima, íntima, en la adoración del Sacramento. Y sus ansias de amar y alabar al Señor Sacramentado se iban potenciando en proporciones incontrolables.

Nos cuenta ella misma cómo “un día del año 1936, en el coro, comprendí que el Señor quería una cosa: Exposición permanente en esta iglesia y, si pudiera ser, si hubiese amor, en todas las partes y que se lo dijese al Padre Julio. Como estábamos en guerra y el Padre estaba en la otra zona, no pudiendo hacer esta comunicación, dejé en Jesús el caso… Desde entonces el ansia de esta gracia se me hacía sentir más y más… transcurrido el tiempo llegó a venir a Soria el Padre y todo se lo comuniqué. Su contestación fue: Dios lo quiere. Esta frase fue para la juventud del convento fortaleza inexpugnable contra toda adversidad. Entusiasmo, oración, penitencia, generosidad, alegría. Dios, lo demás”.

Era el año de 1938; el Padre creyó que el momento de hablar, si tenía valor, había llegado. Sor Clara expuso a la Madre Abadesa y a las demás monjas su deseo de la Exposición permanente de Jesús Sacramentado. Las invitó a compartir sus aspiraciones y dar los pasos necesarios para conseguirlo. No fue aceptada la invitación por algunas monjas mayores. No supieron comprender esta gracia. Creían que resultaría una carga insostenible para la Comunidad y, por “amor a la paz”, dirá Madre Clara, “hubo que suspender todas las diligencias”. Sor Clara tenía entonces treinta y seis años. La mayoría de la Comunidad quiso postularla para Abadesa pero ella no aceptó ni tampoco el cargo de Discreta. Sólo por la causa de Jesús Sacramentado hubiera accedido, venciendo la repugnancia que tenía a cualquier cargo. Por verlo reconocido y adorado en su trono de Amor se hubiera dejado triturar… ¡tanto era su amor al Sacramento del Dios entregado por nosotros!

Ella misma trabajó en diálogos fraternos con las monjas para orientar las elecciones hacia la postulación de la Madre que ocupaba el cargo de Abadesa. Y con paz y armonía se consiguió el resultado deseado, a pesar de anular la primera postulación el Obispo. El Padre Julio Eguíluz, delegado por el Obispo para presidir las elecciones, les aseguró: “Dios quiere la Exposición del Santísimo Sacramento y llegará a ponerse”. Sor Clara sufría honda y profundamente. Atribulada, derramaba lágrimas amargas, evocando las palabras del Salmista: “Las lágrimas son mi pan noche y día” (Sal 41). Se creía culpable y causa de la demora de ver al Señor Expuesto. Guardó silencio absoluto, según se lo ordenó el Padre, siempre por amor a la paz. Sin embargo, las humillaciones se le multiplicaban cada día. Le venían de dentro y de fuera. Hubo sacerdotes y frailes que la tenían por visionaria. Alguno, incluso, llegó a decirle al venir al torno: “Sor Clara, ¿qué revelaciones tiene sobre mí?”. Ella siempre se mostró respetuosa, se mantuvo serena. Oraba, callaba, sufría. También el Maestro calla en la Eucaristía pero su silencio es fecundo como sus palabras, está preñado de Vida, de Verdad, de Amor. Es el silencio de Dios que todo lo ha dicho en su Palabra, en su Palabra encarnada y entregada a los hombres en la Eucaristía. De Ella, Sor Clara recibía la fuerza; por Ella y en Ella permanecía en silencio madurando sus deseos, esperando la hora de verlos convertidos en realidad gozosa, como el labrador espera la espiga dorada repleta de granos, después de pudrirse en la tierra los que sembró con esperanza jubilosa en el otoño.

Transcurrieron otros tres años y llegó el 1941. De nuevo elecciones. Sor Clara no había cumplido todavía los cuarenta, edad canónica para poder ser elegida Abadesa y, no obstante esto, su nombre era el que aparecía en la mente de las electoras. ¿Qué hacer? El Obispo, Mons. Tomás Díez, no era amigo de postulaciones. Coincidió por aquellos días el paso por Soria del Rvdo. Padre Cástor Apráiz, OFM. Una de las hermanas se decidió a consultarle el caso. No se hizo esperar la respuesta: “Antes de hablarle de Sor Clara, dice la hermana consultante, el Padre me dijo: Sé yo que hay una especialmente capacitada para Abadesa”; la hermana añadió: “Sor Clara” y el Padre prosiguió: “Sin duda ésa es la destinada por Dios”.

Nos encontramos ya en el mes de junio de 1941. El Obispo había dicho que vendría a presidir las elecciones; todas las hermanas piensan en Sor Clara para Abadesa. El mismo prelado se muestra ya favorable a la postulación. La Comunidad se encuentra ante esta alternativa: o postular a Sor Clara y salvar los ideales o renunciar a ellos y elegir a otra hermana que no les convencía. La mayoría hizo la opción por Sor Clara. Era el Espíritu quien las movía y se sentían seguras en la decisión, a pesar de comprender el sufrimiento que ocasionaban a algunas de las mayores que opinaban de diferente manera. Conocían los deseos de Sor Clara y su energía invencible cuando se trataba de la causa de Dios. Estaban convencidas que no cejaría en el propósito de ver a Jesús expuesto en la Custodia y a la Comunidad profesando la Primera Regla, “sin rentas ni posesiones” como vivieron Francisco y Clara. A las mayores les asustaba tal decisión.

La Comunidad estaba pobrísima por causa de la Guerra Civil. El nivel de vida había subido de repente y, a pesar de los esfuerzos de la Madre Abadesa de entonces para nivelar los gastos, habían llegado a percibir, por el rédito de las dotes, mil pesetas mensuales. Esto era una cantidad ridícula para hacer frente a la vida, tal como se había puesto en la postguerra. Las mayores pensaban: ¿Cómo sostener la Comunidad y el gasto del alumbrado del Santísimo? Y se asustaban ante esta perspectiva incierta, humanamente hablando. Las jóvenes estaban seguras de las palabras de Cristo acerca de la confianza en el Padre que está en los cielos: “Mirad las aves del cielo no siembran, no siegan, ni recogen en graneros… y vuestro Padre Celestial las alimenta. Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se atarean ni hilan… Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Lc 12, 22-31).

Cuando vino el Obispo a la visita canónica sólo había en casa dos kilos de guijas y un puchero de leche para la cena del día. Se postuló a Sor Clara para Abadesa sin dificultad y se envió la petición a Roma. Mientras llegaba de Roma la dispensa de la edad, Sor Clara, todavía tornera, mandó a la portera comprar todo el pan que pudiese; en las horas de silencio, lo secaba al sol y lo guardaba en bolsas de telas bien limpias. Pensaba: “Algo para poder dar de comer a las monjas”.

A primeros de agosto llegó el rescripto de Roma confirmando la postulación. El 11 del mismo mes tomó posesión como Abadesa de la Comunidad. ¡Cuánto y cómo sufrió no pudiendo alimentar a las monjas como deseaba, Dios lo sabe! Ella misma escribe: “Por esto de la paz, la causa estaba en suspenso, el horizonte oscuro y el Padre callaba. Sin existencias, además, sin medios, ¡qué desolación! Se nos había dicho muy solemnemente: ‘Se les cerrarán todas las puertas’ y ¡así era! El salmo 120 fue para la pobre Abadesa una iluminación: ‘Levanto los ojos a los montes altos’. Se hicieron unas alforjillas y, cada tarde, la Madre, acompañada de alguna de las jóvenes que se ofrecían, daba un recorrido por el convento y delante de cada cuadro o imagen pedía una limosna por el amor de Dios. Preparé una oración a la Providencia divina que hacía al final de la postulación mirando al cielo. Y las cataratas del cielo se iban abriendo. ¡Qué alegría al recibir el primer saquito de guijas que nos regaló el Señor Vizconde; las lentejas negras de D. Fermín; los guisantes de Nicolás; el primer camión de leña que nos proporcionó Fray Clemente; las quinientas pesetas del Sr. Gobernador Civil, D. Remigio! ¡La Providencia divina nunca falla! Todo lo vivíamos con alegría y, en el recreo, en aquel gallinerito sin gallinas, cantábamos ante una estampa de San Salvador colocada en la puerta este cantarcito que, por ser corto, puede escribirse como muestra: ‘Concédenos, glorioso San Salvador, cuarenta gallinas y un cantador con el buche llenito y el ponedor…’ Otras veces, víspera de días grandes, solíamos pedir a voces en el recreo el menú del día siguiente para celebrar la fiesta y era gracioso ver llegando lo que habíamos pedido, hasta el repollo y el postre ¡La Divina Providencia, nunca falla!”.

Madre Clara escribe: “En noviembre de aquel año dirigió los Ejercicios Espirituales el Rvdo. Padre Cástor Apráiz y como fruto, pocos días después, no sin aquellas contrariedades que seguían siempre, se estableció la vela perpetua ante el Sagrario de una religiosa por turnos de día y de noche. Único medio de esperar la Exposición: pedir que el Señor rompiese Él sus prisiones; se suplicaba al Papa esta gracia, cada día, después de comulgar ante una estampa suya con fe en la Comunión de los Santos. Jesús callaba pero oía; y el Papa, si no oía, obraba. Al poco tiempo nos comunicaba el Padre Julio que, en las nuevas Constituciones que se estaban preparando, se recomendaba la Adoración permanente. Aquella alegría fue indescriptible”.

Era el año 1942 ni se fabricaban velas ni había cera. Pensaron que les permitirían el alumbrado con aceite. Una hermana cocinera discurrió y en secreto llevó a efecto lo que pensó: ir cada día guardando un poco de aceite del escaso que tenían para condimentar los alimentos e ir preparando para las lámparas del Santísimo. Dice Madre Clara: “Como la Comunidad estaba acostumbrada a la escasez en aquellos últimos años nada se notó. Cierto día me llamó la hermana y me enseñó una gran tinaja diciendo con encantadora simplicidad y alegría: ‘Ya ve, Madre, no tiene que apurarse, que ya hay para las lámparas de la primera temporada’. Esta hermana se había ofrecido víctima por la Exposición y Dios la aceptó. Moría a los treinta y tres años y, al morir, declaró el secreto”.

El año 1942 seguía su carrera. Estamos ya en el mes de mayo. Madre Clara dirá: “El 17, festividad de San Pascual Bailón, se recibieron doce lámparas de cristal para colocar el aceite y alumbrar el Santísimo. Ya teníamos algo pero estábamos a oscuras. En junio vino el Padre Apráiz para predicar el Triduo de San Antonio en los PP. Franciscanos. Nos anunció que habían editado las Constituciones en italiano. Inmediatamente pedimos a Roma dos ejemplares. ¡Qué alegría cuando leímos el nº 158 en que se recomendaba todo según nuestros ensueños!”. Enviaron al Obispo un ejemplar pidiéndole consejo, al mismo tiempo que le manifestaban sus deseos de poner en práctica todos los puntos que se ajustaban más al ideal de Santa Clara expresado en su Regla: descalcez, maitines a media noche, y la Exposición permanente del Santísimo Sacramento. Contestó el Obispo a vuelta de correo aprobando los deseos de la Comunidad como experimento para un año.

Madre Clara dirá: “Y, en efecto, el día de San Juan nos descalzamos; en julio, el día 16, estrenamos los Maitines a media noche; y el 25 fuimos a cantarlos con el hábito marrón. Ahora a preparar la Exposición. Todo se anunció y se dispuso la inauguración para el día 11 de agosto con las Vísperas de Nuestra Madre Santa Clara. Mas se recibe una carta del Prelado diciéndonos que aceite no sino cera litúrgica… apenas había velas en casa y nadie las fabricaba ni se encontraban. Expuse el apuro a la Comunidad que en masa contestó: ‘Madre, adelante ¡fe que la cera vendrá por arrobas!’. Ante el Sagrario abandoné el caso a Jesús y bajé al torno para enviar en busca de algo de cera por la capital. Pilar me prometió no volver a casa sin cera. Antes de una hora ya venía toda contenta con dos buenas tortas de cera de abejas. Como dos hermanas habían tenido cerería en casa discurrimos el modo de hacer las velas que, al principio, resultaban imperfectas pero poco a poco se fueron perfeccionando con parafinas que nos proporcionó el Almirante Moreno, entonces Ministro de Marina; y había días que ya pasaban del centenar las que, con paciencia, hicimos y que daban un buen resultado. Se fueron abriendo luego las fábricas y se ha llegado a la perfección y abundancia, costeado todo el alumbrado por los devotos del Santísimo Sacramento”.

Y ultimados los preparativos el 11 de agosto de 1942, víspera de la solemnidad de Nuestra Madre Santa Clara, al terminar el acto de la novena a la Santa de la Eucaristía, Santiago Gómez Santa Cruz, abad de San Pedro, expuso al Señor en su trono de amor, la Custodia, donde continúa expuesto día y noche. Desde allí derrama sus gracias y bendiciones a raudales sobre la Comunidad de clarisas que le acompaña incesantemente en acto de adoración y acción de gracias; sobre la ciudad y devotos que, con sus limosnas generosas, proveen a los gastos del alumbrado y culto; sobre España, la Iglesia y el mundo entero. Lo que Madre Clara experimentó viendo a Jesús Sacramentado en la Custodia no podemos nosotros intuirlo; lo sabremos en el Cielo donde aparecerán patentes a nuestros ojos las maravillas de los secretos íntimos de amor entre Dios y las almas grandes. Para Madre Clara Jesús Sacramentado era, sublime paradoja, su gozo y su martirio.

Que fuera su gozo se explica fácilmente conociendo la potencia volcánica de su corazón seráfico, abrasado en fuego de amor a la Eucaristía. Este amor lo reflejaba en su rostro encendido ante su presencia y lo traducía en obras y en palabras. Decía con frecuencia: “Tenemos que ser serafines por el amor; tenemos que arder en amor a la Eucaristía”. Pero que fuera su martirio resulta difícil comprenderlo y, no obstante esto, era así. El menor atisbo de una sospecha lejana de la posibilidad de ver quitada la Exposición le proporcionaba los mayores y más profundos sufrimientos. Y ¡cuántas veces en aquellos primeros años de la Exposición vio el horizonte de la perpetuidad no sólo gris y nublado sino tenebroso! La oposición la encontraba precisamente en personas eclesiásticas, influyentes ante el Obispo, en frailes e incluso en monjas.

Y ella, que era una mujer creyente a quien Dios había dado el descubrir la fuerza reveladora de su Palabra, “esperaba contra toda esperanza” y se apoyaba en el Señor como en Roca inconmovible. Se lanzaba a las empresas más difíciles con una confianza en Él sin límites. No le arredraba nada porque la fuerza del Señor obraba en ella. Tenía experiencia de que se cumplían a la letra las palabras de Cristo: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá” (Jn 14, 13) y no se cansaba de pedir segura de ser escuchada hasta en los pequeños detalles.

Algunas peticiones, como ésta, resultaban incluso graciosas: “Señor, que a todos los frailes que no favorezcan la Exposición o se opongan se los lleven más allá del Moncayo”. Y era eficaz su súplica. Todos eran trasladados a Caspe o a Zaragoza. Era devotísima de la Santísima Virgen y de San Miguel Arcángel, a ellos les tenía encomendada la causa de la Exposición permanente. Tenía una imagen del Santo Arcángel en un cajón en el locutorio y nos decía: “La espada de San Miguel vencerá a todo el que quiera luchar contra nosotras”. Y así era. Junto a las personas que Dios puso en su camino para probar su fe y confianza encontró a otras muchas que la apoyaron y ayudaron eficazmente. Algunas merecen mención especial, como son PP. Franciscanos como el P. Julio Eguíluz, el P. Cástor Apráiz y el P. José Bernardo Biaín. Sería largo y fuera de contexto enumerar a muchas otras en esta humilde semblanza. Por iniciativa suya el año 1945 se proclamó a la Santísima Virgen, en el misterio de su Concepción Inmaculada, como Abadesa perpetua de la Comunidad en una ceremonia emocionante.

En el año 1949 pasó por Soria la imagen de nuestra Señora de Fátima; Madre Clara consideró este paso como una gracia extraordinaria. Suponemos que, por entonces, debió hacer el voto de anonadamiento propio ya que la referencia a la Señora de Fátima es explícita. A partir de estos años, y atraídas por la luz esplendente de Jesús Sacramentado, fueron llegando al Monasterio, a solicitar su ingreso en él, numerosas jóvenes de modo que, para el año 1956, el número de monjas rebasaba la cifra de cuarenta. Madre Clara echaba sus “cuentas galanas”, como ella decía con gracia. Soñaba con una Comunidad de cincuenta miembros y con fe confiada colocó junto al Sagrario cincuenta piedrecitas para que el Señor con su fuerza creadora omnipotente las transformara en monjas. Este sueño se convirtió en realidad. Madre Clara conoció la Comunidad con cincuenta y hasta cincuenta y siete miembros.

Durante los primeros trienios de Abadesa pasó grandes apuros económicos, dificultades y necesidades. El trabajo no estaba organizado y, a pesar del esfuerzo de las monjas, su precio no llegaba para cubrir los gastos ordinarios. Poco a poco, y con ayuda de monjas competentes y entregadas, y de las jóvenes que iban ingresando, se llegó a organizar el trabajo, un trabajo de rendimiento. Y se instaló una pequeña granja que, bajo la dirección y ayuda eficaz y desinteresada del veterinario Ángel Vallejo, se pudo llevar adelante. Y con una cosa y otra se hizo frente a la carestía de la vida.

Altísima pobreza

Todavía le quedaba por conseguir algo muy importante y de gran trascendencia para la vida de la Comunidad: llegar a profesar la Primera Regla de Santa Clara con el privilegio de “altísima pobreza”, sin rentas ni posesiones, proveyendo a las necesidades de la Comunidad con el fruto del trabajo y de las limosnas espontáneas.

Ya se había preparado el ambiente desde años atrás y la Comunidad anhelaba ese día feliz. Con motivo del VII Centenario de la muerte de Santa Clara, Madre Clara pensó cómo se podría obsequiar a la Santa Fundadora y tuvo la inspiración feliz: enviar a todos los monasterios de la Orden en España y a algunos de más allá de los mares una circular invitándoles a profesar la Primera Regla y a implantar la adoración del Santísimo Sacramento en sus iglesias.

Tal como lo pensó lo hizo. Y partieron de Soria unos trescientos sobres con sendas cartas, portadoras de una llamada, con un mensaje fraterno de estímulo y entusiasmo para vivir la pobreza del “Hijo del Dios Altísimo” con el dinamismo vital propio del Evangelio y del espíritu de Francisco y Clara, y para lanzarse a exponer al Señor Sacramentado en el trono de amor en su forma increíble de Señor-Siervo. La Comunidad de Soria unánimemente con Madre Clara elevó a Roma, por medio del Obispo, la petición para el paso a la Primera Regla; el Venerable Pío XII accedió benigno a los ruegos de Madre Clara, llegando el rescripto con la concesión el 22 de mayo de 1953. La noticia fue acogida por todas con gozo indecible.

Pero había algo que indefectiblemente se repetía en la vida de Madre Clara: a cualquiera de las gracias que el Señor le concedía, le precedía siempre alguna prueba dolorosa, del tipo que fuera. Ella la sufría siempre con alegría y generosidad. También en esta ocasión solemne tuvo que ofrecer al Señor su cáliz de dolor como precio que el Señor le pedía por gracia tan singular. Sin dolor no hay fecundidad en el amor, sin muerte no hay resurrección: es la dinámica del Misterio Pascual.

Cuando llegó el rescripto de Roma facultando el paso a la profesión de la Primera Regla, la Comunidad estaba practicando los Ejercicios. Los dirigía el P. Cástor Apráiz. El Obispo delegó en él para presidir, en nombre de la Iglesia, el acto de la profesión que tuvo lugar el 24 de mayo, día de Pentecostés y María Auxiliadora; cada una de las hermanas pronunció sus votos prometiendo “guardar la Regla de las Hermanas Pobres de Santa Clara confirmada por el Señor Papa Inocencio IV”. Madre Clara recibió la profesión de cada una de las hermanas. Ella profesó en manos de la Santísima Virgen, cuya imagen colocada en lugar distinguido del coro presidía el acto como Abadesa perpetua de la Comunidad. Aprovechó esta ocasión para añadirse el nombre de María, a quien tanto amaba.

Haciendo la crónica del acto escribía Madre Clara: “El acto fue solemnísimo con asistencia de la Comunidad en pleno de PP. Franciscanos y el convento semejaba el Cenáculo lleno del Espíritu Santo. Salmos, himnos y cánticos resonaban por todo, ebrias las religiosas de alegría; y no faltaron ni en los hermanos franciscanos el regalo de las monjas ni en la mesa de las monjas el plato de conejo y el arroz con leche. Eran las Bodas de la Providencia divina con la Comunidad y la Providencia divina ¡nunca falla!”.

Siempre era para Madre Clara objeto de grandes preocupaciones la inseguridad del Santísimo expuesto en un pobre manifestador al alcance de cualquiera. También en esto salió a su encuentro la divina Providencia, valiéndose de Carmelo Jiménez, joven sacerdote y hermano de una monja de la Comunidad, que conocía bien las inquietudes de Madre Clara. Le dio las ideas de cómo podría realizarse lo que ella deseaba y, bajo su dirección y con la ayuda económica de algunos bienhechores y las limosnas de los devotos del Santísimo, en ese mismo año de 1953 se preparó en el retablo del altar mayor un manifestador seguro y digno para trono del Señor. También se fabricó una Custodia monumental con plata, oro y alhajas donadas por personas bienhechoras de la Comunidad y el dinero que se recogió de una suscripción popular hecha entre los devotos del Santísimo y los ciudadanos de la capital. Todas estas donaciones importantes ocupaban su puesto en el elenco de peticiones que Madre Clara hacía con humildad y confianza cada día -y muchas veces al día- al Dueño de todas las cosas: “Ya sabes, Señor, necesitamos una Custodia digna, un Sagrario, un órgano, vocaciones, doscientas gallinas, trabajo remunerado….” Y, poco a poco, al ritmo de Dios que no tiene prisa nunca porque vive en eterno presente, iba llegando todo.

Madre Clara pudo cantar, antes de morir, su “nunc dimittis” al Dios Santísimo. Cuanto pidió, cuanto deseó, lo recibió “con medida apretada y colmada” (Lc 6, 38). “La Providencia divina, ¡nunca falla!”. Fue una mujer de grandes intuiciones, se adelantó a la doctrina del Concilio Vaticano II en más de veinte años. Las almas grandes son siempre las precursoras de movimientos renovadores en la Iglesia de Cristo. El Espíritu la guiaba y empujaba suave pero fuertemente.

Proyección de su obra

Su entusiasmo y ardor por la adoración al Santísimo y la profesión de la Primera Regla se proyectó a otras Comunidades. Y así, en 1953, las Comunidades de Ciudadela (Menorca) y la de Villarreal (Castellón) se lanzaron a estas dos empresas recibiendo de Roma los correspondientes rescriptos para comenzar la adoración permanente y profesar la Regla de Santa Clara. En el año 1954 se comenzaron a crear las Federaciones, a raíz de aparecer la Constitución Apostólica de Pío XII “Sponsa Christi”. Madre Clara fue elegida consejera de la naciente Federación de Cantabria donde bien pronto tuvieron eco sus ideales. En casi todos los monasterios de Clarisas y en algunos de Concepcionistas se implantó la adoración diurna del Santísimo. Y no sólo dentro de la demarcación federal sino en algunos otros monasterios de España y de Hispanoamérica.

Al erigir la Federación y crearse el Noviciado común se designó el Monasterio de Soria para una de las dos casas Noviciado de la Provincia cántabra. Nuestra casa en aquellos momentos no reunía las condiciones necesarias para Casa de formación. Madre Clara hubo de pensar en la construcción de un pabellón de nueva planta. Se lanzó a ello decidida, como siempre, confiando en la divina Providencia. Esta vez llegó a través de la familia Marqués Echevarría. Los gastos ascendieron a mucho más de lo previsto viéndose en la necesidad de hacer un préstamo de doscientas mil pesetas en un Banco. Esta deuda contraída en aquel momento crítico fue para Madre Clara causa de grandes sufrimientos por el contexto en que se desarrollaban los acontecimientos. En aquellos años esta cantidad se consideraba una suma importante. El pensamiento de que iba a hundir a la Comunidad siendo, como era, el cimiento sólido de la misma le atormentaba de forma terrible. A pesar de todo siempre descansaba en Dios “arrojando en Él todas sus preocupaciones” (1 P 5, 7) y no perdía la paz. Se mostraba en todo y con todos alegre, serena y ejemplar; y se llegó a cancelar la deuda. “La Providencia divina, ¡nunca falla!”.

Abadesa

Como Abadesa rigió la Comunidad a lo largo de diecisiete años. Cumplía al pie de la letra, con espíritu evangélico, lo que Santa Clara dice en su Regla: “La Abadesa sea sierva de todas las hermanas” (Regla de Santa Clara, c. 10). Madre Clara siempre estaba a disposición de todas, todas podían acudir a ella con confianza de hijas y con familiaridad de hermanas. Su acogida cálida era siempre un hecho. Conocía perfectamente a todas sus hijas. Con una sola frase daba una definición exacta de las personas. Y conociendo como nadie los defectos de todas jamás se paraba en ellos.

Siempre se fijaba y apoyaba los valores personales de las monjas: humanos, morales o espirituales. Partiendo de ellos intentaba la edificación del edificio sobrenatural. Tenía en cuenta que la gracia no destruye la naturaleza sino que la eleva y la perfecciona. Y así le oían decir: “Es necesario encauzar las aptitudes de las monjas poniéndolas en puestos y oficinas que las puedan desarrollar. De este modo se realizarán de forma más completa. No debemos desaprovechar nada, todo es don de Dios. Con todo debemos servirle. Hay que hacerlo fructificar”.

Si se veía un defecto en Madre Clara era una imposibilidad moral para despedir a las jóvenes en período de prueba, incluso conociendo con perfección, dada su agudeza psicológica, su ineptitud para la vida religiosa. Pero si profundizamos en su alma vemos que esto, que a los ojos humanos aparece como defecto, en ella no lo era pues confiaba siempre en que Dios podía cambiar a las personas si se pide con fe. De hecho hubo cambios tan rotundos en algunas personas que parecían verdaderos milagros conseguidos gracias a sus oraciones y sacrificios.

Durante el tiempo de Abadesa se preocupó con gran interés de la promoción de la Comunidad en sentido integral. Procuró a las hermanas una formación espiritual sólida y una formación técnica lo más completa posible.

Era enemiga de legalismos pero cumplidora exacta del espíritu de la letra. Dio un viraje completo a la vida de la Comunidad haciéndole descubrir la sencillez evangélica del carisma franciscano que hacía transparente con su vida de entrega incondicional.

Trienio tras trienio desde el año 1941, la Comunidad la fue reeligiendo y postulando como Abadesa hasta el año 1958. La Sagrada Congregación de Religiosos, al confirmar la postulación de 1955, puso veto para la nueva posible postulación. Y tuvimos que pensar en otra Abadesa. Para ella fue una alegría poderse ver liberada de la responsabilidad y poderse entregar de lleno a la obediencia, no por evasión de la carga sino por quedarse más libre para una nueva mayor dedicación a las cosas del Señor. ¡Con qué gozo se le veía cumplir hasta los detalles menores e incluso los deseos de la nueva Abadesa y de cada una de las hermanas! Exponía su parecer pero, a la menor insinuación de éstas, lo cambiaba con la mayor naturalidad. Era de natural fuerte e impaciente, quería ver las cosas hechas al momento, pero se dominaba con tal rapidez que apenas se le llegaba a sorprender en esos u otros movimientos de la naturaleza.

Cuando dejó de ser Abadesa un Padre Franciscano le preguntó en el torno si no le había costado dejar de mandar después de ser Abadesa tantos años y si no había sentido el cambio. Ella, con su sencillez y alegría habitual, le respondió: “Nada de eso, las cosas han pasado a mejores manos que las mías”. Lo decía plenamente convencida. Nadie puede dudar de ello. Su vida era el mejor exponente de esa coherencia interior entre palabras y obras.

Maestra de novicias

Al cesar como Abadesa se la nombró Vicaria y Maestra de novicias de la Comunidad y del Noviciado común, desempeñando ambos cargos hasta la muerte. Desde su nombramiento como Maestra, Madre Clara vivió entregada completamente a sus novicias, se volcaba en cada una de ellas, las atendía espiritual y materialmente, se preocupaba de todas y de todo lo referente a las mismas. Pero, dada su profunda humildad, descansaba totalmente en la ayuda que le prestaba la hermana auxiliar del Noviciado y en el campo disciplinar prefería dejarlo todo en sus manos, convencida de que las cosas andarían mejor que si se ocupase ella.

Se preocupaba de la formación integral de sus novicias: formación humana, cultural y técnica, y formación religiosa (doctrinal, espiritual, franciscana y contemplativa). Ella se encargaba de enseñarles solfeo, el catecismo, les daba las conferencias diarias y les hacía lecturas dialogando con ellas; era partidaria de que todas tomaran parte activa para que se acostumbraran a pensar por su cuenta, a tomar decisiones y a responsabilizarse, y al ejercicio de las potencias.

Tenía un método muy original de enseñar: condensaba en poesías con pocas y sencillas palabras los fundamentos de la vida cristiana y religiosa, y con músicas populares o inventadas por ella, las cantaba a las novicias y se las hacía aprender. Esas poesías tienen una profundidad que admira y dan a conocer el espíritu de Madre Clara. Todo va siempre a lo mismo: “Por Cristo, con Él y en Él a ti Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. No siempre se comprendían estas canciones e incluso hubo alguna novicia que, al llegar al Noviciado, las calificó de “demasiado infantiles y simples”, poco después confesaba lo contrario. Esto ocurría cuando no se había captado la profundidad del alma de esta mujer grande en su simplicidad.

Es de resaltar su empeño en inculcar a las novicias el verdadero espíritu sobrenatural: “Siempre la mirada limpia y transparente ¡hay que mirar de tejas arriba! ¡Bien despierto el espíritu de fe!”. En esto era incansable, lo repetía por activa y por pasiva. Cuenta una novicia que, en cierta ocasión, insistiendo sobre lo mismo les dijo lo siguiente: “No hay más remedio: o santa o mujercilla gruñona, murmuradora, susceptible, cavilosilla, perezosilla, golosa, envidiosilla, egoísta, cascarrona, mandurrona, moruga, testaruda, comodona, caprichosa, curiosona, rara, escrupulosa, tonta (como broche de tizón)”.

Contagiaba a todas su amor a la Eucaristía por su ardor y su densa profundidad. Quería que todas fueran amplias, ecuménicas, que todo el mundo cupiera en sus corazones y que estuvieran presentes en todas las partes y en todo. Llamaba en ella la atención su universalidad.

Otro de sus temas favoritos era la humildad, a él hacía alusión en casi todas las conferencias. Era como el resultado de su vida oculta en Dios; sus enseñanzas eran corroboradas con frases de la Escritura. Generalmente terminaban las conferencias con una composición referente al anonadamiento, al desprecio propio, al no figurar, a ocupar el último lugar; en una palabra, quería que aprendieran a humillarse ante Dios y ante los hombres dando únicamente gloria a Dios. Quería hacerles comprender que la humildad era el cimiento y base de todas las virtudes.

Si hablaba de la humildad a las novicias no menos lo hacía de la caridad. Sería demasiado largo expresar todo lo que quisiéramos en este punto. Ella decía: “En la caridad no hay que tener medida”. “Tenéis que ser siempre la caridad y la humildad personificadas”. “No olvidéis a Dios anonadado, a Dios que es caridad”.

Todas veían en ella una mujer llena de Dios que lo hacía transparente en su vida endiosada, auténticamente contemplativa y franciscana.

Todas las que pasaron por el Noviciado guardan de ella esta impresión que, según testimonian, no se podrá borrar jamás de sus almas. Es el misterio de Dios que encierran en sí las almas santas. Examinando estos escritos, sencillos y profundos -dice una de las novicias y auxiliar del Noviciado después- es donde aparece con toda nitidez su enseñanza, vida y virtudes, y su alma verdaderamente contemplativa.

La hermana muerte

Madre Clara fue la virgen fiel y prudente que anhelaba la llegada del Esposo con la lámpara de la caridad encendida. Había “combatido el combate de la fe” corriendo hacia la meta sin entretenerse en el camino.

Estremecida de amor repetía con frecuencia y júbilo explotante la estrofa que ella misma había compuesto con resonancias de canto nupcial:

“Ven, hermana muerte, ven,
te espero con ilusión,
para volar con mi Amado
a la Celeste Mansión”.

Era el grito de amor que tiende a la consumación, a la visión del Amado “cara a cara” (1 Co 13, 12), que suspira por el Rostro de su Dios, por la luz indeficiente de la nueva Jerusalén, donde no se necesita “luz de lámpara ni de sol” porque la “ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero” (Ap 21, 22ss). Y Cristo, que siempre salía al encuentro de los mínimos deseos de Madre Clara, también en esta ocasión lo hizo.

El 22 de enero de 1973, a las once de la mañana, llegó silenciosamente y la arrebató cuando caminaba por el claustro del primer piso del monasterio en dirección al despacho de la Madre Vicaria. Un infarto de miocardio cortó el hilo de su preciosa vida terrena. Murió sin enfermedad. Catorce días antes sufrió una caída, resultando fracturadas algunas costillas falsas. Por esta causa sentía dolores intercostales fuertes, teniendo necesidad de oprimirse el tórax. Tres días antes de su muerte sintió además ahogos, que supo disimular ante las demás sufriéndolos con serenidad y entereza, siguiendo en todo a la Comunidad, sin darle importancia, como le gustaba a ella hacerlo todo: en silencio, disimulando y sin querer dar trabajo a los demás; pasando desapercibida sin ruido de ninguna clase.

Aunque ella intuía desde hacía algún tiempo que no viviría mucho, y había caminado siempre en la presencia del Señor, Él quiso avisarla más claramente de que su partida estaba cercana. Desde la caída todos los días recibía la Comunión como Viático según ella misma había declarado a las monjas y pocos minutos antes de morir a una de las hermanas en la cocina asegurándole que moriría pronto y sin darles quehacer.

A la Madre y a otras hermanas les había dicho: “¡Qué hermoso sería si un día, después de comulgar, quedara muerta en la misma silla del coro dando gracias al Señor!”. No fue en el coro pero seguro que su acción de gracias no se había interrumpido. Su vida fue un espacio de prueba, de entrenamiento en el “cántico nuevo del amor”. Su muerte no puede llamarse muerte. Su muerte fue un paso. Un paso de la ciudad terrestre a la ciudad celeste, su muerte fue la respuesta del Esposo: “Sí, vengo pronto” al grito anhelante de la esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20).

No habló ni una sola palabra. Se le administró el Sacramento de la Unción de los enfermos mientras expiraba pero sin que diera señales de darse cuenta. Su rostro reflejaba una paz inefable, beatífica, aparecía natural, como siempre, con todos los miembros flexibles, como si estuviese dormida. Inspiraba a todos la devoción de una santa. Éste fue el clamor que se empezó a propagar por toda la ciudad de Soria: ¡Ha muerto una santa!

Se expuso su cadáver en el coro bajo. Numerosos fieles acudieron a la reja a verla por última vez, deseosos de tener un recuerdo pedían con insistencia que tocasen a su cuerpo algunos rosarios, estampas, medallas, etc. Dos religiosas, sin parar, no daban a basto a ello.

El día 23, por la tarde, se dio sepultura a su cadáver en el cementerio de la Comunidad, después de celebrar con gran solemnidad la Eucaristía con las naves de la iglesia llenas. Fueron numerosísimas las cartas de condolencia recibidas. Todas ellas manifestaban la veneración que le profesaban las personas que la conocieron o personalmente o por correspondencia. Todos confiesan el impacto que les producía su conversación, siempre en plano sobrenatural, su simpatía atrayente, su disponibilidad y entrega informadas por una caridad profunda.

Incorrupta

Nueve años después de su muerte, el 20 de abril de 1982, el nombre de Sor Clara iba de boca en boca por las calles y casas de Soria. La “monja santa” había aparecido incorrupta. Los medios de comunicación de la capital trasmitieron la noticia. Los comentarios de la ciudad, además de en el hecho, se fijaban en la conjetura y el porqué. ¿Por qué la incorrupción? ¿Son causas naturales o preternaturales las que actúan? La costumbre vaticana no cuenta y hasta ignora estos sucesos como prueba de virtud de una persona en los procesos de Beatificación. Desde el lado científico los profesores del Instituto Anatómico Forense se interesaron por una disección e investigación pero las clarisas agradecieron el ofrecimiento sin admitirlo por el deterioro que supondría para el cadáver de Madre Clara.

 

Con esta exhumación las monjas pretendían conservar separados e identificados los huesos de la madre como se guarda una reliquia. Temían que más tarde se confundieran con otros restos de enterramientos anteriores que en estas sepulturas seculares aparecen mezclados. Aprovechaban también la operación para liberar un nuevo espacio del camposanto ante el reducido número de tumbas existentes, sólo diez, y el crecimiento de la Comunidad. Pero al convento le iban naciendo mayores ambiciones. Atravesaron varias fases: primero fue esta duda, cómo estarán los restos; a la duda le sucedió el deseo, que estén sus miembros incorruptos; tras el deseo vino el presentimiento, debiera ser así, ella lo merecía; y el presentimiento puso en marcha la fuerza de la acción. La Comunidad estaba de acuerdo en pedir las autorizaciones necesarias. El permiso canónico y civil pasados nueve años del sepelio -la ley civil exige cinco- era un trámite fácil. En nombre de la Comunidad actuaba la abadesa, cuya narración vamos a seguir en el relato emotivo y tembloroso del hallazgo soñado:

Llamé a unos obreros para quitar la tierra, era muy laborioso cavar los dos metros de tierra que cubrieron a Madre Clara. Con el tiempo el suelo se había apretado y estaba durísimo. Al llegar a cierta profundidad mandé retirarse a los obreros y empezamos las monjas con mucho cuidado a cavar la tierra con azadillas pequeñas. Yo les decía que lo hicieran con suma delicadeza, atentas a ver si encontrábamos una manta. Les describí el color y el tejido de la manta […] De pronto una hermana dijo: ‘Madre, aquí está la manta’. Entonces mandé salir de la fosa a las hermanas que había y quedamos allí sólo dos; descubrimos con mucho cuidado la tierra que rodeaba la manta y apareció un bulto muy grande cubierto por la manta que estaba en perfecto estado. Tocamos y notamos que lo que había debajo no eran huesos, estaba el cuerpo entero. Todas estábamos pasando momentos de gran emoción y expectativa […]

Había que sacar aquel bulto al exterior, nosotras no podíamos. Llamamos a unos obreros sepultureros. Cuando vinieron ellos, con suma facilidad y rapidez, empezaron su labor pero yo sufría y temía que rompiesen algo pues pisaron encima. Les suplicamos que fueran despacio y que trataran de encontrar la tabla en donde estaba apoyada y sujetada por unas cuerdas. Al fin encontraron las cuerdas y con gran facilidad la subieron aunque después vi que al pisarla habían roto unos huesos de los pies. Cuando estaba arriba vimos que era un bloque, la manta protegía totalmente el cuerpo, pero este bloque salía envuelto en cieno, la fosa estaba encharcada y se habían detenido allí las aguas. Despedía un olor tremendo a aguas sucias de verdad. Al retirar la manta y toda la humedad y suciedad que la envolvía descubrimos su cuerpo limpio, fresco como el día que la enterramos.

La cara había perdido la carne aunque conservaba la lengua fresca y los ojos más bien hundidos pero en el resto de la cara se había sumido la carne y quedaban la piel y el hueso. Todo lo demás del cuerpo, fresco completamente, se le veían perfectamente los cardenales de la caída que sufría y los del infarto en el lado del corazón.

Cuando Sor Ángela, su Vicaria constante y su mano derecha, vio el cadáver se conmovió al decir: “Esos cardenales los curé yo las vísperas de su muerte”. Para el cieno y el charco de agua en torno al cuerpo sepultado había causas lógicas. El cementerio del convento tiene una extensión de unos sesenta metros cuadrados y está adosado a la pared sur del templo de Santo Domingo.

La tumba de Madre Clara ocupaba la fila más próxima al muro del templo y las fuertes borrascas que azotaban de cuando en cuando esta pared hacían resbalar sus aguas a la sepultura. La tierra del camposanto, de componente arcilloso, mantiene un fuerte grado de humedad en su interior por las aguas subterráneas de diversos manantiales que se filtran en este terreno. Allí estuvo Madre Clara nueve años en este barrizal junto a su hermana el agua.

De haber adivinado esta compañía, la siempre bienhumorada Abadesa y Maestra se hubiera aplicado para esta situación sus elogios al agua, de aliento tan franciscano. Y sin pizca alguna de humor negro hubiera sonreído ante las futuras aficiones tan humildes del agua: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana agua, es en verdad humilde y muy humilde el agua, busca siempre el lugar más bajo y escondido”.

El tablero de material aglomerado en que depositaron el cadáver se conservaba y se conserva íntegro, y en él se ven marcadas las señales del cuerpo que tuvo encima durante nueve años. La Comunidad de clarisas ha revisado los libros y crónicas de enterramientos, ha refrescado la memoria colectiva y afirma que en los ciento treinta años que ese cementerio aloja en su descanso a las hermanas fallecidas es la primera vez que han encontrado allí un cuerpo incorrupto. En los anteriores levantamientos sólo recogieron huesos.

El 21 de abril, suprimida del cadáver la suciedad adherida, fue vendado piadosamente por las mismas hermanas que le habían limpiado el día anterior. Con cariño de hijas la revistieron con un hábito nuevo y la depositaron en una urna de cristal que encerraron en un arcón de madera. El lado superior del arca lleva una tapa interna de cristal y madera y otra exterior del mismo material. En la urna se guarda junto al cadáver un ejemplar del libro Madre Clara Sánchez editado por las hermanas clarisas de Soria en 1976, una medalla del Papa Juan Pablo II y una colección de monedas españolas de curso legal en 1982.

El lugar elegido para la reinhumación fue una capilla próxima al cementerio y que, sin ser del templo, comunica con el mismo por una ventana de rejas y cristales. En este paso entre la iglesia y el camposanto se ha podido leer durante años, muy cerca de la reja, esta inscripción grabada en un tablón de noble pino de Soria: SOR CLARA SANCHEZ. Una cruz marcada en la madera presidía la inscripción. Debajo estaba el nicho de 0,80 m de profundidad.

Las monjas siempre llamaron a esta capilla el coro bajo. Las hermanas vigilaban en plazos prudenciales el estado del cuerpo incorrupto con no menor esmero que el demostrado en los dos enterramientos. Con el tiempo notaron el peligro de la humedad del nicho que se cebaba seriamente en el arca sepulcral. El cuerpo se conservaba en idéntico estado pero la madera de la caja se deterioraba. El 24 de marzo de 1985 trasladaron el arcón con el cuerpo unos metros en la misma capilla y lo elevaron a una altura un poco superior a la del pavimento, colocándolo debajo del altar de la Virgen de Fátima que preside el recinto. La tapa de madera con su nombre se fijó ahora en el lado exterior del arcón, en el lugar que ocuparía el frontal del altar. Y no es frontal porque las monjas escondieron la caja desde el primer momento detrás de una cortina para evitar el culto.

El 21 de junio de 1993, en presencia del Obispo de Osma-Soria, Mons. Braulio Rodríguez Plaza, el Tribunal diocesano del proceso de Beatificación, asistido de expertos, reconoció el sepulcro y el cadáver incorrupto de Sor Clara.