Como Abadesa rigió la Comunidad a lo largo de diecisiete años. Cumplía al pie de la letra, con espíritu evangélico, lo que Santa Clara dice en su Regla: “La Abadesa sea sierva de todas las hermanas” (Regla de Santa Clara, c. 10). Madre Clara siempre estaba a disposición de todas, todas podían acudir a ella con confianza de hijas y con familiaridad de hermanas. Su acogida cálida era siempre un hecho. Conocía perfectamente a todas sus hijas. Con una sola frase daba una definición exacta de las personas. Y conociendo como nadie los defectos de todas jamás se paraba en ellos.
Siempre se fijaba y apoyaba los valores personales de las monjas: humanos, morales o espirituales. Partiendo de ellos intentaba la edificación del edificio sobrenatural. Tenía en cuenta que la gracia no destruye la naturaleza sino que la eleva y la perfecciona. Y así le oían decir: “Es necesario encauzar las aptitudes de las monjas poniéndolas en puestos y oficinas que las puedan desarrollar. De este modo se realizarán de forma más completa. No debemos desaprovechar nada, todo es don de Dios. Con todo debemos servirle. Hay que hacerlo fructificar”.
Si se veía un defecto en Madre Clara era una imposibilidad moral para despedir a las jóvenes en período de prueba, incluso conociendo con perfección, dada su agudeza psicológica, su ineptitud para la vida religiosa. Pero si profundizamos en su alma vemos que esto, que a los ojos humanos aparece como defecto, en ella no lo era pues confiaba siempre en que Dios podía cambiar a las personas si se pide con fe. De hecho hubo cambios tan rotundos en algunas personas que parecían verdaderos milagros conseguidos gracias a sus oraciones y sacrificios.
Durante el tiempo de Abadesa se preocupó con gran interés de la promoción de la Comunidad en sentido integral. Procuró a las hermanas una formación espiritual sólida y una formación técnica lo más completa posible.
Era enemiga de legalismos pero cumplidora exacta del espíritu de la letra. Dio un viraje completo a la vida de la Comunidad haciéndole descubrir la sencillez evangélica del carisma franciscano que hacía transparente con su vida de entrega incondicional.
Trienio tras trienio desde el año 1941, la Comunidad la fue reeligiendo y postulando como Abadesa hasta el año 1958. La Sagrada Congregación de Religiosos, al confirmar la postulación de 1955, puso veto para la nueva posible postulación. Y tuvimos que pensar en otra Abadesa. Para ella fue una alegría poderse ver liberada de la responsabilidad y poderse entregar de lleno a la obediencia, no por evasión de la carga sino por quedarse más libre para una nueva mayor dedicación a las cosas del Señor. ¡Con qué gozo se le veía cumplir hasta los detalles menores e incluso los deseos de la nueva Abadesa y de cada una de las hermanas! Exponía su parecer pero, a la menor insinuación de éstas, lo cambiaba con la mayor naturalidad. Era de natural fuerte e impaciente, quería ver las cosas hechas al momento, pero se dominaba con tal rapidez que apenas se le llegaba a sorprender en esos u otros movimientos de la naturaleza.
Cuando dejó de ser Abadesa un Padre Franciscano le preguntó en el torno si no le había costado dejar de mandar después de ser Abadesa tantos años y si no había sentido el cambio. Ella, con su sencillez y alegría habitual, le respondió: “Nada de eso, las cosas han pasado a mejores manos que las mías”. Lo decía plenamente convencida. Nadie puede dudar de ello. Su vida era el mejor exponente de esa coherencia interior entre palabras y obras.