Todavía le quedaba por conseguir algo muy importante y de gran trascendencia para la vida de la Comunidad: llegar a profesar la Primera Regla de Santa Clara con el privilegio de “altísima pobreza”, sin rentas ni posesiones, proveyendo a las necesidades de la Comunidad con el fruto del trabajo y de las limosnas espontáneas.

Ya se había preparado el ambiente desde años atrás y la Comunidad anhelaba ese día feliz. Con motivo del VII Centenario de la muerte de Santa Clara, Madre Clara pensó cómo se podría obsequiar a la Santa Fundadora y tuvo la inspiración feliz: enviar a todos los monasterios de la Orden en España y a algunos de más allá de los mares una circular invitándoles a profesar la Primera Regla y a implantar la adoración del Santísimo Sacramento en sus iglesias.

Tal como lo pensó lo hizo. Y partieron de Soria unos trescientos sobres con sendas cartas, portadoras de una llamada, con un mensaje fraterno de estímulo y entusiasmo para vivir la pobreza del “Hijo del Dios Altísimo” con el dinamismo vital propio del Evangelio y del espíritu de Francisco y Clara, y para lanzarse a exponer al Señor Sacramentado en el trono de amor en su forma increíble de Señor-Siervo. La Comunidad de Soria unánimemente con Madre Clara elevó a Roma, por medio del Obispo, la petición para el paso a la Primera Regla; el Venerable Pío XII accedió benigno a los ruegos de Madre Clara, llegando el rescripto con la concesión el 22 de mayo de 1953. La noticia fue acogida por todas con gozo indecible.

Pero había algo que indefectiblemente se repetía en la vida de Madre Clara: a cualquiera de las gracias que el Señor le concedía, le precedía siempre alguna prueba dolorosa, del tipo que fuera. Ella la sufría siempre con alegría y generosidad. También en esta ocasión solemne tuvo que ofrecer al Señor su cáliz de dolor como precio que el Señor le pedía por gracia tan singular. Sin dolor no hay fecundidad en el amor, sin muerte no hay resurrección: es la dinámica del Misterio Pascual.

Cuando llegó el rescripto de Roma facultando el paso a la profesión de la Primera Regla, la Comunidad estaba practicando los Ejercicios. Los dirigía el P. Cástor Apráiz. El Obispo delegó en él para presidir, en nombre de la Iglesia, el acto de la profesión que tuvo lugar el 24 de mayo, día de Pentecostés y María Auxiliadora; cada una de las hermanas pronunció sus votos prometiendo “guardar la Regla de las Hermanas Pobres de Santa Clara confirmada por el Señor Papa Inocencio IV”. Madre Clara recibió la profesión de cada una de las hermanas. Ella profesó en manos de la Santísima Virgen, cuya imagen colocada en lugar distinguido del coro presidía el acto como Abadesa perpetua de la Comunidad. Aprovechó esta ocasión para añadirse el nombre de María, a quien tanto amaba.

Haciendo la crónica del acto escribía Madre Clara: “El acto fue solemnísimo con asistencia de la Comunidad en pleno de PP. Franciscanos y el convento semejaba el Cenáculo lleno del Espíritu Santo. Salmos, himnos y cánticos resonaban por todo, ebrias las religiosas de alegría; y no faltaron ni en los hermanos franciscanos el regalo de las monjas ni en la mesa de las monjas el plato de conejo y el arroz con leche. Eran las Bodas de la Providencia divina con la Comunidad y la Providencia divina ¡nunca falla!”.

Siempre era para Madre Clara objeto de grandes preocupaciones la inseguridad del Santísimo expuesto en un pobre manifestador al alcance de cualquiera. También en esto salió a su encuentro la divina Providencia, valiéndose de Carmelo Jiménez, joven sacerdote y hermano de una monja de la Comunidad, que conocía bien las inquietudes de Madre Clara. Le dio las ideas de cómo podría realizarse lo que ella deseaba y, bajo su dirección y con la ayuda económica de algunos bienhechores y las limosnas de los devotos del Santísimo, en ese mismo año de 1953 se preparó en el retablo del altar mayor un manifestador seguro y digno para trono del Señor. También se fabricó una Custodia monumental con plata, oro y alhajas donadas por personas bienhechoras de la Comunidad y el dinero que se recogió de una suscripción popular hecha entre los devotos del Santísimo y los ciudadanos de la capital. Todas estas donaciones importantes ocupaban su puesto en el elenco de peticiones que Madre Clara hacía con humildad y confianza cada día -y muchas veces al día- al Dueño de todas las cosas: “Ya sabes, Señor, necesitamos una Custodia digna, un Sagrario, un órgano, vocaciones, doscientas gallinas, trabajo remunerado….” Y, poco a poco, al ritmo de Dios que no tiene prisa nunca porque vive en eterno presente, iba llegando todo.

Madre Clara pudo cantar, antes de morir, su “nunc dimittis” al Dios Santísimo. Cuanto pidió, cuanto deseó, lo recibió “con medida apretada y colmada” (Lc 6, 38). “La Providencia divina, ¡nunca falla!”. Fue una mujer de grandes intuiciones, se adelantó a la doctrina del Concilio Vaticano II en más de veinte años. Las almas grandes son siempre las precursoras de movimientos renovadores en la Iglesia de Cristo. El Espíritu la guiaba y empujaba suave pero fuertemente.