La hora había sonado en el reloj de Dios; a pesar de estas circunstancias, que aparentemente impedían el ingreso de Juanita, fue al contrario: toda la familia aceptó su decisión y pensó que había llegado el momento de llevarla a cabo. Se fijó la fecha de su ingreso para el 15 de agosto de aquel mismo año de 1922. Y superando, con la gracia de Dios, otras muchas dificultades que fueron apareciendo inesperadamente, el día de la Asunción de la Virgen hizo su ingreso en el monasterio de Santa Clara de Soria. ¡Cómo había deseado ella este día feliz! Feliz y doloroso al mismo tiempo: Feliz porque veía realizados sus deseos de consagrarse al Señor y doloroso porque debía dejar a los suyos para dedicarse a las cosas del Padre. Su gran corazón sufría por el sufrimiento de ellos, sólo por Dios podía separarse de seres tan queridos. No hay términos adecuados para poder expresar los sentimientos y vivencias de estas horas decisivas en la vida. Santa Teresa nos dirá que sintió como que se le descoyuntaban todos los huesos y Madre Clara, escribiendo a las aspirantes de entonces, se expresaba en estos términos: “Ingresar en el convento es morir al mundo y para morir hay que agonizar. Son verdaderas agonías las que se pasan pero las alegrías que se experimentan después dejan muy pequeños los sufrimientos pasados”.
Ya tenemos a Juanita en el monasterio. La Comunidad estaba constituida por dieciséis hermanas, ella hizo el número diecisiete. En esa fecha era Abadesa la Madre Gregoria Purroy, que tanto oró y se sacrificó por facilitarle el ingreso. El gozo y la felicidad que experimentó Juanita el día de su entrada en el convento no lo olvidará jamás. Todos los años, el día de la Asunción, lo recordaba a las monjas con agradecimiento inmenso al Padre de las misericordias que por pura gracia la había llamado. En el Noviciado se encontró con otra postulante y la Maestra. La Maestra era un alma muy buena, sencilla y franciscana, pero su talento distaba mucho del de Juanita. Como ésta tenía especial habilidad para humillarse, para ocultarse, para desaparecer, la Madre al principio no la comprendió y tuvo que sufrir mucho.
El 8 de febrero de 1923, pocos días antes de vestir el hábito, se celebró el capítulo trienal en la Comunidad. Resultó elegida Abadesa la Maestra de novicias y Maestra de novicias la Abadesa. Madre Gregoria Purroy, elegida para Maestra, era una mujer espiritual, competente, inteligente, fina y delicada pero tampoco se dio cuenta, de momento, del tesoro que tenía en la postulante. No supo captar la profundidad de su vida interior. Como se había dedicado al estudio los años anteriores a su ingreso en el monasterio, la compañera del Noviciado la consideraba inepta para las faenas de la casa.
Precisamente era todo lo contrario, una mujer hábil y dispuesta. En casa se había dedicado siempre, con gran ilusión, a los trabajos domésticos. Por esta causa le vinieron muchas humillaciones. Pero “todo se convierte en bien para los que aman a Dios” (Rom 8, 28). Juanita de todo se aprovechaba para fundamentarse en la fe y apoyarse sólo y únicamente en Dios. Le consideraba su “alcázar y fortaleza, la roca de su refugio” (Sal 70). Seguía viviendo su vida espiritual en profundidad; se trazó su plan interior y no se preocupaba de lo que pudieran decir a su alrededor. Transcurridos cuatro meses desde su ingreso, según las normas canónicas de aquel tiempo, había que explorar la voluntad de la postulante antes de vestir el hábito. Dos frailes franciscanos (el Guardián, P. Julio Eguíluz OFM, y un compañero) llegaron al convento, delegados por el Obispo, para cumplir esta misión. Se fijó el día de la toma de hábito. Juanita con toda ingenuidad expresó su deseo de que presidiese la ceremonia su confesor, el P. Félix Ochoa OFM. Esta espontaneidad se le achacó como falta de desprendimiento.
Y llegó el 18 de febrero de 1923, día que tanto había anhelado Juanita, en que se disponía con firme decisión, confiando en “el nombre del Señor” a iniciar su vida religiosa: vida de entrega incondicional al servicio de Dios y de la Iglesia, vivida en retiro, en silencio, en oración, en trabajo y en penitencia. Cambió el nombre del Bautismo por el de Sor Clara de la Concepción. Se sucedían los días y los meses. El tiempo del Noviciado seguía su curso. Su experta Maestra poco a poco iba calando en el alma de Sor Clara y se iba dando cuenta del valioso tesoro que Dios les había regalado en esta novicia. Convencida de ello, habló con el P. Guardián para comunicarle este gran beneficio del Señor a la Comunidad. El padre conservaba el recuerdo del día de la exploración y seguía pensando lo contrario.
La Madre Maestra se las arregló para preparar una entrevista de Sor Clara con el P. Guardián. Sor Clara no era alma de muchas consultas pero al fin accedió a lo que con insistencia le insinuaba su Maestra. Se realizó el encuentro. Encuentro providencial de dos almas grandes que sólo buscaban la gloria de Dios. A los pocos minutos de la conversación el padre comprendió que aquella novicia era un alma de excepción. Hasta su muerte, en 1957, este franciscano se encargó de dirigir su espíritu y le ayudó eficazmente en todas sus empresas.
Cuando el Padre tuvo ocasión de hablar con la Maestra le dijo: “La Comunidad tiene un verdadero tesoro en esta novicia”. A Madre Gregoria, después Abadesa durante muchos años, le hemos oído repetir en numerosas ocasiones: “Doy por bien empleados todos los sinsabores de mis largos años de Abadesa, a cambio de la gracia que el Señor me concedió recibiendo en la Comunidad a esta alma”.
Sor Clara era completamente feliz en la vida franciscana. La vida del convento le parecía el cielo. Cielo que ella creó a fuerza de vencerse a sí misma, dominarse y renunciar a su propia voluntad: “Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Lc 9, 23) había dicho el Maestro. Es doctrina segura y franciscana que no debe fallar en los seguidores de Cristo. Sor Clara la practicó siempre con alegría. ¡Cuántas veces repetía con su sonrisa habitual: “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7)! ¡Cuántas veces escucharon sus hermanas de sus labios la florecilla de la perfecta alegría, parafraseando la última estrofa!: “... Si nosotros sufrimos todas las cosas con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito, las cuales debemos sufrir por amor, escribe ¡oh Fray León! en esto está la perfecta alegría... Que sobre todos los bienes, gracias y dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el vencerse a sí mismos y sufrir voluntariamente por amor de Cristo, penas, injurias, oprobios y molestias, ya que de todos los otros dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios... En la cruz de las tribulaciones y aflicciones podemos gloriarnos porque es cosa nuestra y así dice el apóstol: Yo no quiero gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Florecillas de San Francisco).
Durante el tiempo del postulantado y del Noviciado no gozó de buena salud. En cambio, desde la Profesión de votos simples tuvo una salud a toda prueba. Jamás se le vio enferma, excepto alguna gripe. Tenía muchos valores, grandes valores: humanos, espirituales y sobrenaturales. Era ardiente, optimista, poeta a lo franciscano, había soñado siempre, antes de ingresar en el monasterio, con preparar ornamentos para el culto del Señor: pintar casullas, bordar purificadores, hacer corporales, etc... “Le devoraba el celo de la Casa del Señor” (Sal 69, 10) pero jamás pudo hacer nada de esto. En el Noviciado carecían de todo, la Comunidad vivía pobrísimamente, y se pasó todo el tiempo de su formación tirando de las prendas que otra novicia cosía en una máquina para hacerlas pasar.
Aquella devoción grande que sentía hacia el Señor del Sagrario y el Niño del Pesebre durante su infancia, adolescencia y juventud, que le movía a escribir poesías con claras alusiones a la Eucaristía y la Encarnación, en su vida religiosa iba creciendo y tomando forma concreta. No se puede dudar de que Sor Clara era un alma carismática. Como a Francisco y a Clara de Asís se le dio el comprender en profundidad y anchura el misterio de la Eucaristía: misterio de donación total a los hombres, misterio de anonadamiento y gloria. El Jesús que se da en la Misa como alimento se queda para servir de Viático y ser adorado en “espíritu y verdad” (Jn 4, 23).
Según escribe ella misma: “Quiso el Señor poner (en ella) ardiente deseo de vivir en toda plenitud el ideal franciscano eucarístico. ¡Qué feliz en el convento! Pero qué desilusión al enterarme que la Regla que tan perfectamente observaba la Comunidad y que se leía en el refectorio no era la primera escrita por Santa Clara de Asís sino la segunda, aprobada por Urbano IV, en la que no aparecía la pobreza en común y en cambio permitía a los monasterios posesiones”. Ella cuenta que: “Al pasear cierto día en el recreo con mi Madre Maestra y preguntarle sobre esta segunda Regla, aprendí su significado con claridad. ¿Qué hacer? Pregunté al Señor y encontré la solución: Observar bien la Regla que había encontrado y pedir constantemente al Cielo con absoluta confianza llegase la Comunidad a profesar la primera Regla. Silencio y manos a la obra”. Y sigue escribiendo: “Otra impresión fuerte fue aquella cortina negra de la reja del coro que impedía la vista del Sagrario... ¡qué tristeza! Y al observar el curso ordinario de la Comunidad, saber a Jesús Sacramentado solo en la iglesia, solo, sin un alma ni en el coro fuera de las horas del rezo y de la Misa... Esto me causaba pena muy honda y ansia muy grande de hacerle compañía pero no se permitía hacer sino raras visitas... Orar, contar mis ansias alguna vez, y esperar” (En Evoluciones Franciscanas Eucarísticas: Así tituló sus ideales, puestos por escrito de su puño y letra, a petición de D. Carmelo Jiménez).
El 24 de febrero de 1924 pronunció los primeros votos, signo de su alianza de amor con Dios, señal de su pertenencia a la familia franciscana, y que cumplió a lo largo de 49 años en “acción de gracias” con disponibilidad plena para el Reino. En el año 1925 ingresaron otras dos jóvenes postulantes. Sor Clara se sentía feliz con ellas, siempre tuvo celo enorme y sed insaciable de que se consagraran almas a Dios en la vida religiosa. Durante los votos simples quedó en el Noviciado. Con las nuevas postulantes gozaba lo indecible, les comunicaba sus aspiraciones, les hablaba de Dios, de las maravillas de la vida religiosa, del espíritu franciscano, comentaba textos de la Sagrada Escritura... Todo esto lo hacía con la sencillez y naturalidad encantadoras que la caracterizaban, al mismo tiempo que con la profundidad de un teólogo y la experiencia de una mística. Prácticamente fue ella quien las inició en la vida religiosa. Parecía una maestra consumada por su equilibrio, sabiduría, prudencia, caridad y dulzura. La Maestra de novicias disfrutaba con ello y repetía a las postulantes: “Aprovéchense todo lo que puedan de los ejemplos de Sor Clara”.
Con su vida y sus palabras sembró en el alma de aquellas jóvenes, y de las que más tarde fueron ingresando, inquietud operante hacia los ideales que el Señor había puesto en su alma: la adoración perpetua del Santísimo Sacramento y la profesión de la Primera Regla, la escrita por la misma Madre Santa Clara, aprobada por Inocencio IV en 1253, calcada de la de San Francisco, cuya norma de vida no es otra que “el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo”.
Al comenzar nuevo trienio en 1926, estando todavía en el Noviciado, le asignaron los oficios de provisora y rizadora. Este último continuó desempeñándolo con gran sacrificio, incluso siendo Abadesa, hasta la renovación del vestuario litúrgico. El 24 de febrero de 1927, cuando contaba veinticinco años de edad, pronunció los votos solemnes en la Orden de Santa Clara, a la que amaba entrañablemente y de la que fue hija fidelísima hasta la muerte.
Al salir del Noviciado Dios quiso probar el amor de esta alma grande sometiéndola a duras pruebas interiores: tristezas indecibles, sequedad, repugnancias, amarguras profundas de espíritu. Pudo superar esta aridez buscando en la Sagrada Escritura la luz que había dejado de iluminar su alma, el consuelo de su Presencia, la seguridad de la fe. Estas vivencias le sirvieron para entrar de lleno en una nueva y más intensa etapa de su vida sobrenatural. Confiaba contra toda esperanza y actuaba como si nada silenciosa y obediente. Por entonces, y para consuelo de su alma, escribió unos comentarios maravillosos de la Sagrada Escritura que destruyó en su afán de esconderse. Se perdió con ello un precioso tesoro espiritual.
En el trienio que dio comienzo en febrero de 1932 la nombraron tornera, desempeñando este oficio hasta 1941, en que, a la edad de treinta y nueve años, fue postulada para Abadesa, ejerciendo este cargo hasta 1958. A lo largo de estos trienios Sor Clara se comportó como una perfecta clarisa, con la madurez de una religiosa entrada en años y progresando cada día de “virtud en virtud”.