Nueve años después de su muerte, el 20 de abril de 1982, el nombre de Sor Clara iba de boca en boca por las calles y casas de Soria. La “monja santa” había aparecido incorrupta. Los medios de comunicación de la capital trasmitieron la noticia. Los comentarios de la ciudad, además de en el hecho, se fijaban en la conjetura y el porqué. ¿Por qué la incorrupción? ¿Son causas naturales o preternaturales las que actúan? La costumbre vaticana no cuenta y hasta ignora estos sucesos como prueba de virtud de una persona en los procesos de Beatificación. Desde el lado científico los profesores del Instituto Anatómico Forense se interesaron por una disección e investigación pero las clarisas agradecieron el ofrecimiento sin admitirlo por el deterioro que supondría para el cadáver de Madre Clara.
Con esta exhumación las monjas pretendían conservar separados e identificados los huesos de la madre como se guarda una reliquia. Temían que más tarde se confundieran con otros restos de enterramientos anteriores que en estas sepulturas seculares aparecen mezclados. Aprovechaban también la operación para liberar un nuevo espacio del camposanto ante el reducido número de tumbas existentes, sólo diez, y el crecimiento de la Comunidad. Pero al convento le iban naciendo mayores ambiciones. Atravesaron varias fases: primero fue esta duda, cómo estarán los restos; a la duda le sucedió el deseo, que estén sus miembros incorruptos; tras el deseo vino el presentimiento, debiera ser así, ella lo merecía; y el presentimiento puso en marcha la fuerza de la acción. La Comunidad estaba de acuerdo en pedir las autorizaciones necesarias. El permiso canónico y civil pasados nueve años del sepelio -la ley civil exige cinco- era un trámite fácil. En nombre de la Comunidad actuaba la abadesa, cuya narración vamos a seguir en el relato emotivo y tembloroso del hallazgo soñado:
Llamé a unos obreros para quitar la tierra, era muy laborioso cavar los dos metros de tierra que cubrieron a Madre Clara. Con el tiempo el suelo se había apretado y estaba durísimo. Al llegar a cierta profundidad mandé retirarse a los obreros y empezamos las monjas con mucho cuidado a cavar la tierra con azadillas pequeñas. Yo les decía que lo hicieran con suma delicadeza, atentas a ver si encontrábamos una manta. Les describí el color y el tejido de la manta [...] De pronto una hermana dijo: ‘Madre, aquí está la manta’. Entonces mandé salir de la fosa a las hermanas que había y quedamos allí sólo dos; descubrimos con mucho cuidado la tierra que rodeaba la manta y apareció un bulto muy grande cubierto por la manta que estaba en perfecto estado. Tocamos y notamos que lo que había debajo no eran huesos, estaba el cuerpo entero. Todas estábamos pasando momentos de gran emoción y expectativa [...]
Había que sacar aquel bulto al exterior, nosotras no podíamos. Llamamos a unos obreros sepultureros. Cuando vinieron ellos, con suma facilidad y rapidez, empezaron su labor pero yo sufría y temía que rompiesen algo pues pisaron encima. Les suplicamos que fueran despacio y que trataran de encontrar la tabla en donde estaba apoyada y sujetada por unas cuerdas. Al fin encontraron las cuerdas y con gran facilidad la subieron aunque después vi que al pisarla habían roto unos huesos de los pies. Cuando estaba arriba vimos que era un bloque, la manta protegía totalmente el cuerpo, pero este bloque salía envuelto en cieno, la fosa estaba encharcada y se habían detenido allí las aguas. Despedía un olor tremendo a aguas sucias de verdad. Al retirar la manta y toda la humedad y suciedad que la envolvía descubrimos su cuerpo limpio, fresco como el día que la enterramos.
La cara había perdido la carne aunque conservaba la lengua fresca y los ojos más bien hundidos pero en el resto de la cara se había sumido la carne y quedaban la piel y el hueso. Todo lo demás del cuerpo, fresco completamente, se le veían perfectamente los cardenales de la caída que sufría y los del infarto en el lado del corazón.
Cuando Sor Ángela, su Vicaria constante y su mano derecha, vio el cadáver se conmovió al decir: “Esos cardenales los curé yo las vísperas de su muerte”. Para el cieno y el charco de agua en torno al cuerpo sepultado había causas lógicas. El cementerio del convento tiene una extensión de unos sesenta metros cuadrados y está adosado a la pared sur del templo de Santo Domingo.
La tumba de Madre Clara ocupaba la fila más próxima al muro del templo y las fuertes borrascas que azotaban de cuando en cuando esta pared hacían resbalar sus aguas a la sepultura. La tierra del camposanto, de componente arcilloso, mantiene un fuerte grado de humedad en su interior por las aguas subterráneas de diversos manantiales que se filtran en este terreno. Allí estuvo Madre Clara nueve años en este barrizal junto a su hermana el agua.
De haber adivinado esta compañía, la siempre bienhumorada Abadesa y Maestra se hubiera aplicado para esta situación sus elogios al agua, de aliento tan franciscano. Y sin pizca alguna de humor negro hubiera sonreído ante las futuras aficiones tan humildes del agua: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana agua, es en verdad humilde y muy humilde el agua, busca siempre el lugar más bajo y escondido”.
El tablero de material aglomerado en que depositaron el cadáver se conservaba y se conserva íntegro, y en él se ven marcadas las señales del cuerpo que tuvo encima durante nueve años. La Comunidad de clarisas ha revisado los libros y crónicas de enterramientos, ha refrescado la memoria colectiva y afirma que en los ciento treinta años que ese cementerio aloja en su descanso a las hermanas fallecidas es la primera vez que han encontrado allí un cuerpo incorrupto. En los anteriores levantamientos sólo recogieron huesos.
El 21 de abril, suprimida del cadáver la suciedad adherida, fue vendado piadosamente por las mismas hermanas que le habían limpiado el día anterior. Con cariño de hijas la revistieron con un hábito nuevo y la depositaron en una urna de cristal que encerraron en un arcón de madera. El lado superior del arca lleva una tapa interna de cristal y madera y otra exterior del mismo material. En la urna se guarda junto al cadáver un ejemplar del libro Madre Clara Sánchez editado por las hermanas clarisas de Soria en 1976, una medalla del Papa Juan Pablo II y una colección de monedas españolas de curso legal en 1982.
El lugar elegido para la reinhumación fue una capilla próxima al cementerio y que, sin ser del templo, comunica con el mismo por una ventana de rejas y cristales. En este paso entre la iglesia y el camposanto se ha podido leer durante años, muy cerca de la reja, esta inscripción grabada en un tablón de noble pino de Soria: SOR CLARA SANCHEZ. Una cruz marcada en la madera presidía la inscripción. Debajo estaba el nicho de 0,80 m de profundidad.
Las monjas siempre llamaron a esta capilla el coro bajo. Las hermanas vigilaban en plazos prudenciales el estado del cuerpo incorrupto con no menor esmero que el demostrado en los dos enterramientos. Con el tiempo notaron el peligro de la humedad del nicho que se cebaba seriamente en el arca sepulcral. El cuerpo se conservaba en idéntico estado pero la madera de la caja se deterioraba. El 24 de marzo de 1985 trasladaron el arcón con el cuerpo unos metros en la misma capilla y lo elevaron a una altura un poco superior a la del pavimento, colocándolo debajo del altar de la Virgen de Fátima que preside el recinto. La tapa de madera con su nombre se fijó ahora en el lado exterior del arcón, en el lugar que ocuparía el frontal del altar. Y no es frontal porque las monjas escondieron la caja desde el primer momento detrás de una cortina para evitar el culto.
El 21 de junio de 1993, en presencia del Obispo de Osma-Soria, Mons. Braulio Rodríguez Plaza, el Tribunal diocesano del proceso de Beatificación, asistido de expertos, reconoció el sepulcro y el cadáver incorrupto de Sor Clara.