Sólo contaba Juanita dos años cuando la familia Sánchez García dejó la provincia de Logroño para pasar a la de Soria. Primero se instalaron en Rollamienta y después, y de forma definitiva, en Rebollar. Madre Clara siempre consideró Rebollar como su pueblo natal. Amaba entrañablemente este pueblecito encantador, de gente sencilla, perdido en el mapa de la provincia, que fue el escenario dichoso, el testigo afortunado de su infancia, de su adolescencia y de casi toda su juventud. Si alguien le preguntaba de dónde era indefectiblemente respondía: “De Rebollar”.

En el seno de su familia hondamente cristiana crecía Juanita a la par que forjaba su alma de temple de hierro y se encendía su corazón en el fuego del amor divino. Siendo todavía niña se encargó de enseñar a rezar a sus hermanos pequeños y los cuidaba como verdadera y cariñosa madre. La dulzura, la bondad y amabilidad junto con la fortaleza, prudencia, diligencia, mortificación y espíritu de sacrificio destacaron en ella desde la infancia.

Se ingeniaba mil modos para ofrecer sacrificios al Señor y estimulaba a su hermana y amigas para que ellas hicieran lo mismo. Era una modelo de hija, una criatura angelical. Todos vivían a gusto a su lado.

Le encantaba componer estrofas para cantarlas al Señor y a la Virgen María, salir al campo, coger flores silvestres para, con ellas y las que hacía de tela y de papel, adornar los altares de la iglesia. Sentía atracción fuerte por la soledad y se recogía fácilmente en oración, tanto en casa como en la iglesia. Siempre que podía se escapaba a visitar al Señor Sacramentado. En su presencia permanecía todo el mayor tiempo posible.

Su generosidad no tenía término. Su amor a los pobres y necesitados no conocía límites. Su gozo era inmenso cuando llegaba el día de la fiesta del pueblo y su mamá reunía a los pobres para darles de comer. No se separaba de ellos hasta el último momento. Prefería quedarse sin su postre preferido, las peras, antes que dejarlos solos.

Cuando su mamá la encargaba llevar provisiones a dos familias necesitadas, Juanita cogía mucho más de lo ordenado. Su hermana Concesa le decía: “¡Ay! Si lo ve mamá...”; Juanita respondía serena: “Mañana Dios dirá”. No era una niña como otras de su edad; eso lo sabía muy bien Doña Agustina, su madre.

Trabajaba en casa haciendo todos los quehaceres domésticos y tenía habilidad especial para ellos. Limpiaba la casa, cernía la harina, amasaba el pan, blanqueaba las paredes, hacía las matanzas, etc. según dice su hermana Concesa, dos años menor que Juanita. Las dos eran inseparables. Juanita la tenía por amiga y confidente, escogía siempre los trabajos más costosos dejando lo más fácil para ella. Era tan cándida y sencilla que gozaba con todo.

Era muy devota de la Santa Misa y de la Sagrada Comunión. Comprendía ya entonces el valor infinito del Sacrificio Eucarístico y del Banquete sacrificial. Preparó con esmero a su hermano Pascual para recibir por primera vez a Jesús Sacramentado. Le compuso una oración para pedir la vocación sacerdotal y le decía: “Pascualito, ¿no te gustaría ser sacerdote? Celebrarías la Santa Misa, nos distribuirías la Comunión”. Le gustaba ir a Misa porque allí Cristo se inmolaba por nuestro amor, se nos daba como comida y bebida espiritual. Como entonces no se comulgaba diariamente y ella deseaba unirse con Cristo, decía a su mamá: “Mamá, diga a D. Jaime que al elevar la Sagrada Hostia antes de la Comunión la levante mucho y la tenga un poquito elevada para yo poder comulgar espiritualmente”.