Madre Clara fue la virgen fiel y prudente que anhelaba la llegada del Esposo con la lámpara de la caridad encendida. Había “combatido el combate de la fe” corriendo hacia la meta sin entretenerse en el camino.
Estremecida de amor repetía con frecuencia y júbilo explotante la estrofa que ella misma había compuesto con resonancias de canto nupcial:
“Ven, hermana muerte, ven,
te espero con ilusión,
para volar con mi Amado
a la Celeste Mansión”.
Era el grito de amor que tiende a la consumación, a la visión del Amado “cara a cara” (1 Co 13, 12), que suspira por el Rostro de su Dios, por la luz indeficiente de la nueva Jerusalén, donde no se necesita “luz de lámpara ni de sol” porque la “ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero” (Ap 21, 22ss). Y Cristo, que siempre salía al encuentro de los mínimos deseos de Madre Clara, también en esta ocasión lo hizo.
El 22 de enero de 1973, a las once de la mañana, llegó silenciosamente y la arrebató cuando caminaba por el claustro del primer piso del monasterio en dirección al despacho de la Madre Vicaria. Un infarto de miocardio cortó el hilo de su preciosa vida terrena. Murió sin enfermedad. Catorce días antes sufrió una caída, resultando fracturadas algunas costillas falsas. Por esta causa sentía dolores intercostales fuertes, teniendo necesidad de oprimirse el tórax. Tres días antes de su muerte sintió además ahogos, que supo disimular ante las demás sufriéndolos con serenidad y entereza, siguiendo en todo a la Comunidad, sin darle importancia, como le gustaba a ella hacerlo todo: en silencio, disimulando y sin querer dar trabajo a los demás; pasando desapercibida sin ruido de ninguna clase.
Aunque ella intuía desde hacía algún tiempo que no viviría mucho, y había caminado siempre en la presencia del Señor, Él quiso avisarla más claramente de que su partida estaba cercana. Desde la caída todos los días recibía la Comunión como Viático según ella misma había declarado a las monjas y pocos minutos antes de morir a una de las hermanas en la cocina asegurándole que moriría pronto y sin darles quehacer.
A la Madre y a otras hermanas les había dicho: “¡Qué hermoso sería si un día, después de comulgar, quedara muerta en la misma silla del coro dando gracias al Señor!”. No fue en el coro pero seguro que su acción de gracias no se había interrumpido. Su vida fue un espacio de prueba, de entrenamiento en el “cántico nuevo del amor”. Su muerte no puede llamarse muerte. Su muerte fue un paso. Un paso de la ciudad terrestre a la ciudad celeste, su muerte fue la respuesta del Esposo: “Sí, vengo pronto” al grito anhelante de la esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20).
No habló ni una sola palabra. Se le administró el Sacramento de la Unción de los enfermos mientras expiraba pero sin que diera señales de darse cuenta. Su rostro reflejaba una paz inefable, beatífica, aparecía natural, como siempre, con todos los miembros flexibles, como si estuviese dormida. Inspiraba a todos la devoción de una santa. Éste fue el clamor que se empezó a propagar por toda la ciudad de Soria: ¡Ha muerto una santa!
Se expuso su cadáver en el coro bajo. Numerosos fieles acudieron a la reja a verla por última vez, deseosos de tener un recuerdo pedían con insistencia que tocasen a su cuerpo algunos rosarios, estampas, medallas, etc. Dos religiosas, sin parar, no daban a basto a ello.
El día 23, por la tarde, se dio sepultura a su cadáver en el cementerio de la Comunidad, después de celebrar con gran solemnidad la Eucaristía con las naves de la iglesia llenas. Fueron numerosísimas las cartas de condolencia recibidas. Todas ellas manifestaban la veneración que le profesaban las personas que la conocieron o personalmente o por correspondencia. Todos confiesan el impacto que les producía su conversación, siempre en plano sobrenatural, su simpatía atrayente, su disponibilidad y entrega informadas por una caridad profunda.