Al cesar como Abadesa se la nombró Vicaria y Maestra de novicias de la Comunidad y del Noviciado común, desempeñando ambos cargos hasta la muerte. Desde su nombramiento como Maestra, Madre Clara vivió entregada completamente a sus novicias, se volcaba en cada una de ellas, las atendía espiritual y materialmente, se preocupaba de todas y de todo lo referente a las mismas. Pero, dada su profunda humildad, descansaba totalmente en la ayuda que le prestaba la hermana auxiliar del Noviciado y en el campo disciplinar prefería dejarlo todo en sus manos, convencida de que las cosas andarían mejor que si se ocupase ella.
Se preocupaba de la formación integral de sus novicias: formación humana, cultural y técnica, y formación religiosa (doctrinal, espiritual, franciscana y contemplativa). Ella se encargaba de enseñarles solfeo, el catecismo, les daba las conferencias diarias y les hacía lecturas dialogando con ellas; era partidaria de que todas tomaran parte activa para que se acostumbraran a pensar por su cuenta, a tomar decisiones y a responsabilizarse, y al ejercicio de las potencias.
Tenía un método muy original de enseñar: condensaba en poesías con pocas y sencillas palabras los fundamentos de la vida cristiana y religiosa, y con músicas populares o inventadas por ella, las cantaba a las novicias y se las hacía aprender. Esas poesías tienen una profundidad que admira y dan a conocer el espíritu de Madre Clara. Todo va siempre a lo mismo: “Por Cristo, con Él y en Él a ti Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”. No siempre se comprendían estas canciones e incluso hubo alguna novicia que, al llegar al Noviciado, las calificó de “demasiado infantiles y simples”, poco después confesaba lo contrario. Esto ocurría cuando no se había captado la profundidad del alma de esta mujer grande en su simplicidad.
Es de resaltar su empeño en inculcar a las novicias el verdadero espíritu sobrenatural: “Siempre la mirada limpia y transparente ¡hay que mirar de tejas arriba! ¡Bien despierto el espíritu de fe!”. En esto era incansable, lo repetía por activa y por pasiva. Cuenta una novicia que, en cierta ocasión, insistiendo sobre lo mismo les dijo lo siguiente: “No hay más remedio: o santa o mujercilla gruñona, murmuradora, susceptible, cavilosilla, perezosilla, golosa, envidiosilla, egoísta, cascarrona, mandurrona, moruga, testaruda, comodona, caprichosa, curiosona, rara, escrupulosa, tonta (como broche de tizón)”.
Contagiaba a todas su amor a la Eucaristía por su ardor y su densa profundidad. Quería que todas fueran amplias, ecuménicas, que todo el mundo cupiera en sus corazones y que estuvieran presentes en todas las partes y en todo. Llamaba en ella la atención su universalidad.
Otro de sus temas favoritos era la humildad, a él hacía alusión en casi todas las conferencias. Era como el resultado de su vida oculta en Dios; sus enseñanzas eran corroboradas con frases de la Escritura. Generalmente terminaban las conferencias con una composición referente al anonadamiento, al desprecio propio, al no figurar, a ocupar el último lugar; en una palabra, quería que aprendieran a humillarse ante Dios y ante los hombres dando únicamente gloria a Dios. Quería hacerles comprender que la humildad era el cimiento y base de todas las virtudes.
Si hablaba de la humildad a las novicias no menos lo hacía de la caridad. Sería demasiado largo expresar todo lo que quisiéramos en este punto. Ella decía: “En la caridad no hay que tener medida”. “Tenéis que ser siempre la caridad y la humildad personificadas”. “No olvidéis a Dios anonadado, a Dios que es caridad”.
Todas veían en ella una mujer llena de Dios que lo hacía transparente en su vida endiosada, auténticamente contemplativa y franciscana.
Todas las que pasaron por el Noviciado guardan de ella esta impresión que, según testimonian, no se podrá borrar jamás de sus almas. Es el misterio de Dios que encierran en sí las almas santas. Examinando estos escritos, sencillos y profundos -dice una de las novicias y auxiliar del Noviciado después- es donde aparece con toda nitidez su enseñanza, vida y virtudes, y su alma verdaderamente contemplativa.