Para Sor Clara la Misa era verdaderamente el núcleo de su vida espiritual “como centro y punto culminante de la vida cristiana” (LG 21). El Jesús que se inmola en el Altar es el don inefable del Padre que recibe la Iglesia del Espíritu Santo como prenda de su Amor. Le gustaba participar en el Sacrificio activamente, ofreciendo juntamente con el sacerdote la Víctima divina por la salvación del mundo entero y ofreciéndose ella misma con Cristo al Padre:

“Padre te ofrezco a Jesús,
con Él me ofrezco, Dios mío.
En María y con María,
unida a todas las Misas
por sin fin de Eternidades.
Y mientras dure mi aliento
sobre el Ara del Altar
siempre en María y por Ella
unida al Gran Sacrificio
te ofrezco mi inmolación
con la inmolación de Cristo.
¡Padre mío!
Por el Cáliz que se eleva
ahora mismo en el Altar
¡dame lo que te pido!
como sea de tu agrado
que Tú me lo puedas dar”

Podríamos seguir citando pensamientos suyos alusivos al insondable Misterio, al Sacramento, que ella vivía con intensidad de fe, que adoraba rendida ante su Presencia en acción de gracias. Sus deseos de verlo adorado por todo el mundo se agrandaban de día en día. Su alma buscaba el rostro del Señor en la Carne de su Hijo entregado en el Sacramento de la Eucaristía “como busca la cierva corrientes de agua” (Sal 41). Y en su acto de fe contemplaba al Señor-Eucaristía reflejo de la gloria del Padre, revelación del Padre que como Hijo “obediente se entregó por nosotros a la muerte de Cruz y por eso recibió el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2). Veía en la Eucaristía la prolongación del Misterio de la Cruz como fascinación del Amor. La lejanía escatológica de la Parusía del Señor la hacía próxima, íntima, en la adoración del Sacramento. Y sus ansias de amar y alabar al Señor Sacramentado se iban potenciando en proporciones incontrolables.

Nos cuenta ella misma cómo “un día del año 1936, en el coro, comprendí que el Señor quería una cosa: Exposición permanente en esta iglesia y, si pudiera ser, si hubiese amor, en todas las partes y que se lo dijese al Padre Julio. Como estábamos en guerra y el Padre estaba en la otra zona, no pudiendo hacer esta comunicación, dejé en Jesús el caso... Desde entonces el ansia de esta gracia se me hacía sentir más y más... transcurrido el tiempo llegó a venir a Soria el Padre y todo se lo comuniqué. Su contestación fue: Dios lo quiere. Esta frase fue para la juventud del convento fortaleza inexpugnable contra toda adversidad. Entusiasmo, oración, penitencia, generosidad, alegría. Dios, lo demás”.

Era el año de 1938; el Padre creyó que el momento de hablar, si tenía valor, había llegado. Sor Clara expuso a la Madre Abadesa y a las demás monjas su deseo de la Exposición permanente de Jesús Sacramentado. Las invitó a compartir sus aspiraciones y dar los pasos necesarios para conseguirlo. No fue aceptada la invitación por algunas monjas mayores. No supieron comprender esta gracia. Creían que resultaría una carga insostenible para la Comunidad y, por “amor a la paz”, dirá Madre Clara, “hubo que suspender todas las diligencias”. Sor Clara tenía entonces treinta y seis años. La mayoría de la Comunidad quiso postularla para Abadesa pero ella no aceptó ni tampoco el cargo de Discreta. Sólo por la causa de Jesús Sacramentado hubiera accedido, venciendo la repugnancia que tenía a cualquier cargo. Por verlo reconocido y adorado en su trono de Amor se hubiera dejado triturar… ¡tanto era su amor al Sacramento del Dios entregado por nosotros!

Ella misma trabajó en diálogos fraternos con las monjas para orientar las elecciones hacia la postulación de la Madre que ocupaba el cargo de Abadesa. Y con paz y armonía se consiguió el resultado deseado, a pesar de anular la primera postulación el Obispo. El Padre Julio Eguíluz, delegado por el Obispo para presidir las elecciones, les aseguró: “Dios quiere la Exposición del Santísimo Sacramento y llegará a ponerse”. Sor Clara sufría honda y profundamente. Atribulada, derramaba lágrimas amargas, evocando las palabras del Salmista: “Las lágrimas son mi pan noche y día” (Sal 41). Se creía culpable y causa de la demora de ver al Señor Expuesto. Guardó silencio absoluto, según se lo ordenó el Padre, siempre por amor a la paz. Sin embargo, las humillaciones se le multiplicaban cada día. Le venían de dentro y de fuera. Hubo sacerdotes y frailes que la tenían por visionaria. Alguno, incluso, llegó a decirle al venir al torno: “Sor Clara, ¿qué revelaciones tiene sobre mí?”. Ella siempre se mostró respetuosa, se mantuvo serena. Oraba, callaba, sufría. También el Maestro calla en la Eucaristía pero su silencio es fecundo como sus palabras, está preñado de Vida, de Verdad, de Amor. Es el silencio de Dios que todo lo ha dicho en su Palabra, en su Palabra encarnada y entregada a los hombres en la Eucaristía. De Ella, Sor Clara recibía la fuerza; por Ella y en Ella permanecía en silencio madurando sus deseos, esperando la hora de verlos convertidos en realidad gozosa, como el labrador espera la espiga dorada repleta de granos, después de pudrirse en la tierra los que sembró con esperanza jubilosa en el otoño.

Transcurrieron otros tres años y llegó el 1941. De nuevo elecciones. Sor Clara no había cumplido todavía los cuarenta, edad canónica para poder ser elegida Abadesa y, no obstante esto, su nombre era el que aparecía en la mente de las electoras. ¿Qué hacer? El Obispo, Mons. Tomás Díez, no era amigo de postulaciones. Coincidió por aquellos días el paso por Soria del Rvdo. Padre Cástor Apráiz, OFM. Una de las hermanas se decidió a consultarle el caso. No se hizo esperar la respuesta: “Antes de hablarle de Sor Clara, dice la hermana consultante, el Padre me dijo: Sé yo que hay una especialmente capacitada para Abadesa”; la hermana añadió: “Sor Clara” y el Padre prosiguió: “Sin duda ésa es la destinada por Dios”.

Nos encontramos ya en el mes de junio de 1941. El Obispo había dicho que vendría a presidir las elecciones; todas las hermanas piensan en Sor Clara para Abadesa. El mismo prelado se muestra ya favorable a la postulación. La Comunidad se encuentra ante esta alternativa: o postular a Sor Clara y salvar los ideales o renunciar a ellos y elegir a otra hermana que no les convencía. La mayoría hizo la opción por Sor Clara. Era el Espíritu quien las movía y se sentían seguras en la decisión, a pesar de comprender el sufrimiento que ocasionaban a algunas de las mayores que opinaban de diferente manera. Conocían los deseos de Sor Clara y su energía invencible cuando se trataba de la causa de Dios. Estaban convencidas que no cejaría en el propósito de ver a Jesús expuesto en la Custodia y a la Comunidad profesando la Primera Regla, “sin rentas ni posesiones” como vivieron Francisco y Clara. A las mayores les asustaba tal decisión.

La Comunidad estaba pobrísima por causa de la Guerra Civil. El nivel de vida había subido de repente y, a pesar de los esfuerzos de la Madre Abadesa de entonces para nivelar los gastos, habían llegado a percibir, por el rédito de las dotes, mil pesetas mensuales. Esto era una cantidad ridícula para hacer frente a la vida, tal como se había puesto en la postguerra. Las mayores pensaban: ¿Cómo sostener la Comunidad y el gasto del alumbrado del Santísimo? Y se asustaban ante esta perspectiva incierta, humanamente hablando. Las jóvenes estaban seguras de las palabras de Cristo acerca de la confianza en el Padre que está en los cielos: “Mirad las aves del cielo no siembran, no siegan, ni recogen en graneros... y vuestro Padre Celestial las alimenta. Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se atarean ni hilan... Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Lc 12, 22-31).

Cuando vino el Obispo a la visita canónica sólo había en casa dos kilos de guijas y un puchero de leche para la cena del día. Se postuló a Sor Clara para Abadesa sin dificultad y se envió la petición a Roma. Mientras llegaba de Roma la dispensa de la edad, Sor Clara, todavía tornera, mandó a la portera comprar todo el pan que pudiese; en las horas de silencio, lo secaba al sol y lo guardaba en bolsas de telas bien limpias. Pensaba: “Algo para poder dar de comer a las monjas”.

A primeros de agosto llegó el rescripto de Roma confirmando la postulación. El 11 del mismo mes tomó posesión como Abadesa de la Comunidad. ¡Cuánto y cómo sufrió no pudiendo alimentar a las monjas como deseaba, Dios lo sabe! Ella misma escribe: “Por esto de la paz, la causa estaba en suspenso, el horizonte oscuro y el Padre callaba. Sin existencias, además, sin medios, ¡qué desolación! Se nos había dicho muy solemnemente: ‘Se les cerrarán todas las puertas’ y ¡así era! El salmo 120 fue para la pobre Abadesa una iluminación: ‘Levanto los ojos a los montes altos’. Se hicieron unas alforjillas y, cada tarde, la Madre, acompañada de alguna de las jóvenes que se ofrecían, daba un recorrido por el convento y delante de cada cuadro o imagen pedía una limosna por el amor de Dios. Preparé una oración a la Providencia divina que hacía al final de la postulación mirando al cielo. Y las cataratas del cielo se iban abriendo. ¡Qué alegría al recibir el primer saquito de guijas que nos regaló el Señor Vizconde; las lentejas negras de D. Fermín; los guisantes de Nicolás; el primer camión de leña que nos proporcionó Fray Clemente; las quinientas pesetas del Sr. Gobernador Civil, D. Remigio! ¡La Providencia divina nunca falla! Todo lo vivíamos con alegría y, en el recreo, en aquel gallinerito sin gallinas, cantábamos ante una estampa de San Salvador colocada en la puerta este cantarcito que, por ser corto, puede escribirse como muestra: ‘Concédenos, glorioso San Salvador, cuarenta gallinas y un cantador con el buche llenito y el ponedor...’ Otras veces, víspera de días grandes, solíamos pedir a voces en el recreo el menú del día siguiente para celebrar la fiesta y era gracioso ver llegando lo que habíamos pedido, hasta el repollo y el postre ¡La Divina Providencia, nunca falla!”.

Madre Clara escribe: “En noviembre de aquel año dirigió los Ejercicios Espirituales el Rvdo. Padre Cástor Apráiz y como fruto, pocos días después, no sin aquellas contrariedades que seguían siempre, se estableció la vela perpetua ante el Sagrario de una religiosa por turnos de día y de noche. Único medio de esperar la Exposición: pedir que el Señor rompiese Él sus prisiones; se suplicaba al Papa esta gracia, cada día, después de comulgar ante una estampa suya con fe en la Comunión de los Santos. Jesús callaba pero oía; y el Papa, si no oía, obraba. Al poco tiempo nos comunicaba el Padre Julio que, en las nuevas Constituciones que se estaban preparando, se recomendaba la Adoración permanente. Aquella alegría fue indescriptible”.

Era el año 1942 ni se fabricaban velas ni había cera. Pensaron que les permitirían el alumbrado con aceite. Una hermana cocinera discurrió y en secreto llevó a efecto lo que pensó: ir cada día guardando un poco de aceite del escaso que tenían para condimentar los alimentos e ir preparando para las lámparas del Santísimo. Dice Madre Clara: “Como la Comunidad estaba acostumbrada a la escasez en aquellos últimos años nada se notó. Cierto día me llamó la hermana y me enseñó una gran tinaja diciendo con encantadora simplicidad y alegría: ‘Ya ve, Madre, no tiene que apurarse, que ya hay para las lámparas de la primera temporada’. Esta hermana se había ofrecido víctima por la Exposición y Dios la aceptó. Moría a los treinta y tres años y, al morir, declaró el secreto”.

El año 1942 seguía su carrera. Estamos ya en el mes de mayo. Madre Clara dirá: “El 17, festividad de San Pascual Bailón, se recibieron doce lámparas de cristal para colocar el aceite y alumbrar el Santísimo. Ya teníamos algo pero estábamos a oscuras. En junio vino el Padre Apráiz para predicar el Triduo de San Antonio en los PP. Franciscanos. Nos anunció que habían editado las Constituciones en italiano. Inmediatamente pedimos a Roma dos ejemplares. ¡Qué alegría cuando leímos el nº 158 en que se recomendaba todo según nuestros ensueños!”. Enviaron al Obispo un ejemplar pidiéndole consejo, al mismo tiempo que le manifestaban sus deseos de poner en práctica todos los puntos que se ajustaban más al ideal de Santa Clara expresado en su Regla: descalcez, maitines a media noche, y la Exposición permanente del Santísimo Sacramento. Contestó el Obispo a vuelta de correo aprobando los deseos de la Comunidad como experimento para un año.

Madre Clara dirá: “Y, en efecto, el día de San Juan nos descalzamos; en julio, el día 16, estrenamos los Maitines a media noche; y el 25 fuimos a cantarlos con el hábito marrón. Ahora a preparar la Exposición. Todo se anunció y se dispuso la inauguración para el día 11 de agosto con las Vísperas de Nuestra Madre Santa Clara. Mas se recibe una carta del Prelado diciéndonos que aceite no sino cera litúrgica... apenas había velas en casa y nadie las fabricaba ni se encontraban. Expuse el apuro a la Comunidad que en masa contestó: ‘Madre, adelante ¡fe que la cera vendrá por arrobas!’. Ante el Sagrario abandoné el caso a Jesús y bajé al torno para enviar en busca de algo de cera por la capital. Pilar me prometió no volver a casa sin cera. Antes de una hora ya venía toda contenta con dos buenas tortas de cera de abejas. Como dos hermanas habían tenido cerería en casa discurrimos el modo de hacer las velas que, al principio, resultaban imperfectas pero poco a poco se fueron perfeccionando con parafinas que nos proporcionó el Almirante Moreno, entonces Ministro de Marina; y había días que ya pasaban del centenar las que, con paciencia, hicimos y que daban un buen resultado. Se fueron abriendo luego las fábricas y se ha llegado a la perfección y abundancia, costeado todo el alumbrado por los devotos del Santísimo Sacramento”.

Y ultimados los preparativos el 11 de agosto de 1942, víspera de la solemnidad de Nuestra Madre Santa Clara, al terminar el acto de la novena a la Santa de la Eucaristía, Santiago Gómez Santa Cruz, abad de San Pedro, expuso al Señor en su trono de amor, la Custodia, donde continúa expuesto día y noche. Desde allí derrama sus gracias y bendiciones a raudales sobre la Comunidad de clarisas que le acompaña incesantemente en acto de adoración y acción de gracias; sobre la ciudad y devotos que, con sus limosnas generosas, proveen a los gastos del alumbrado y culto; sobre España, la Iglesia y el mundo entero. Lo que Madre Clara experimentó viendo a Jesús Sacramentado en la Custodia no podemos nosotros intuirlo; lo sabremos en el Cielo donde aparecerán patentes a nuestros ojos las maravillas de los secretos íntimos de amor entre Dios y las almas grandes. Para Madre Clara Jesús Sacramentado era, sublime paradoja, su gozo y su martirio.

Que fuera su gozo se explica fácilmente conociendo la potencia volcánica de su corazón seráfico, abrasado en fuego de amor a la Eucaristía. Este amor lo reflejaba en su rostro encendido ante su presencia y lo traducía en obras y en palabras. Decía con frecuencia: “Tenemos que ser serafines por el amor; tenemos que arder en amor a la Eucaristía”. Pero que fuera su martirio resulta difícil comprenderlo y, no obstante esto, era así. El menor atisbo de una sospecha lejana de la posibilidad de ver quitada la Exposición le proporcionaba los mayores y más profundos sufrimientos. Y ¡cuántas veces en aquellos primeros años de la Exposición vio el horizonte de la perpetuidad no sólo gris y nublado sino tenebroso! La oposición la encontraba precisamente en personas eclesiásticas, influyentes ante el Obispo, en frailes e incluso en monjas.

Y ella, que era una mujer creyente a quien Dios había dado el descubrir la fuerza reveladora de su Palabra, “esperaba contra toda esperanza” y se apoyaba en el Señor como en Roca inconmovible. Se lanzaba a las empresas más difíciles con una confianza en Él sin límites. No le arredraba nada porque la fuerza del Señor obraba en ella. Tenía experiencia de que se cumplían a la letra las palabras de Cristo: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá” (Jn 14, 13) y no se cansaba de pedir segura de ser escuchada hasta en los pequeños detalles.

Algunas peticiones, como ésta, resultaban incluso graciosas: “Señor, que a todos los frailes que no favorezcan la Exposición o se opongan se los lleven más allá del Moncayo”. Y era eficaz su súplica. Todos eran trasladados a Caspe o a Zaragoza. Era devotísima de la Santísima Virgen y de San Miguel Arcángel, a ellos les tenía encomendada la causa de la Exposición permanente. Tenía una imagen del Santo Arcángel en un cajón en el locutorio y nos decía: “La espada de San Miguel vencerá a todo el que quiera luchar contra nosotras”. Y así era. Junto a las personas que Dios puso en su camino para probar su fe y confianza encontró a otras muchas que la apoyaron y ayudaron eficazmente. Algunas merecen mención especial, como son PP. Franciscanos como el P. Julio Eguíluz, el P. Cástor Apráiz y el P. José Bernardo Biaín. Sería largo y fuera de contexto enumerar a muchas otras en esta humilde semblanza. Por iniciativa suya el año 1945 se proclamó a la Santísima Virgen, en el misterio de su Concepción Inmaculada, como Abadesa perpetua de la Comunidad en una ceremonia emocionante.

En el año 1949 pasó por Soria la imagen de nuestra Señora de Fátima; Madre Clara consideró este paso como una gracia extraordinaria. Suponemos que, por entonces, debió hacer el voto de anonadamiento propio ya que la referencia a la Señora de Fátima es explícita. A partir de estos años, y atraídas por la luz esplendente de Jesús Sacramentado, fueron llegando al Monasterio, a solicitar su ingreso en él, numerosas jóvenes de modo que, para el año 1956, el número de monjas rebasaba la cifra de cuarenta. Madre Clara echaba sus “cuentas galanas”, como ella decía con gracia. Soñaba con una Comunidad de cincuenta miembros y con fe confiada colocó junto al Sagrario cincuenta piedrecitas para que el Señor con su fuerza creadora omnipotente las transformara en monjas. Este sueño se convirtió en realidad. Madre Clara conoció la Comunidad con cincuenta y hasta cincuenta y siete miembros.

Durante los primeros trienios de Abadesa pasó grandes apuros económicos, dificultades y necesidades. El trabajo no estaba organizado y, a pesar del esfuerzo de las monjas, su precio no llegaba para cubrir los gastos ordinarios. Poco a poco, y con ayuda de monjas competentes y entregadas, y de las jóvenes que iban ingresando, se llegó a organizar el trabajo, un trabajo de rendimiento. Y se instaló una pequeña granja que, bajo la dirección y ayuda eficaz y desinteresada del veterinario Ángel Vallejo, se pudo llevar adelante. Y con una cosa y otra se hizo frente a la carestía de la vida.