Tenía dotes extraordinarias para el estudio: inteligencia clara y profunda, intuición penetrante, memoria feliz, fuerza de voluntad invencible, gran capacidad de trabajo; no obstante todo esto, sentía una repugnancia tremenda para dedicarse a él. No quería iniciar una carrera. Desde que tuvo uso de razón había sentido la llamada de Dios para ser monja.

“Nació con el don de la vocación”, dirá su hermana; toda su ilusión era consagrarse al Señor, cuanto antes, en un convento de clausura. La vocación de Juanita era la “alabanza de la gloria de Dios” (Ef 1, 14). Son palabras suyas: “Me enteré que había monjas encerradas, sin salir del convento y que sin cesar alababan a Dios y me dije: Yo seré monja como ésas”. Ella sentía dentro de sí el fuego abrasador de su Palabra, no lo podía contener ni soportar, le impelía a exclamar a cada instante: “Heme aquí, estoy pronta para hacer tu voluntad” (Sal 39; Hb 10, 7). En casa, de momento, no estaban de acuerdo con la vocación de Juanita, no veían claro los designios de Dios y se oponían a que ingresase en el convento.

Tener que demorar la fecha de su consagración a Dios le hacía sufrir enormemente. Con frecuencia demostraba este sufrimiento llorando con amargura pero en silencio. La voluntad de sus padres estaba clara: querían que comenzase la carrera de Magisterio. Se prepararon los papeles y en septiembre de 1920 se trasladó a Soria para realizar el examen de ingreso en la Escuela Normal de la ciudad. En esta Escuela comienza en octubre de ese mismo año el primer curso.

La vida de estudiante le resultaba durísima. Se encontraba desambientada en el mundo estudiantil un tanto superficial, alegre, bullicioso y extravertido. Dios la seguía llamando a la soledad, su alma anhelaba la casa del Señor, el Espíritu le atraía a sumergirse en las profundidades de la vida en Dios. No le iba la vida del mundo y, contra su carácter alegre y expansivo, aparecía ante los demás más bien seria y retraída. Estaba como pez fuera del agua, como una planta delicada fuera de su ambiente.

Con las compañeras era sumamente agradable y servicial, siempre la encontraban disponible para prestarles cualquier servicio. Acudían a ella con confianza en cualquier apuro o necesidad. Todas han confesado que era modelo de estudiante y compañera. A todas quería entrañablemente y todas la querían de igual modo. La recuerdan con afecto y veneración, convencidas de que era un alma extraordinaria. A pesar de tener habilidad especial para ocultar a los ojos de los demás las maravillas de su vida endiosada, haciendo con la mayor sencillez las cosas más sublimes, dejaba un algo de Dios en las almas de las personas con quien rozaba a su paso. Salía de ella como un hálito sobrenatural que llevaba a Dios y adentraba en la esfera de lo divino.

Ni las buenas notas -siempre tuvo matrícula de honor- ni las alabanzas de los profesores le servían de aliciente para continuar los estudios. Nada la aliviaba el peso que sentía viviendo entre el bullicio del mundo: era como un peso muerto que la aplastaba. Le resultaba poco menos que imposible la vida en esta forma. Tanto es así que en el mes de febrero de 1922, cuando cursaba segundo año de Magisterio, se decidió a escribir a su hermano mayor, que ejercía ya como maestro en Galicia, y le expuso lo siguiente: “No puedo estudiar más que este curso; mi vocación es de monja y tengo que responder a este llamamiento del Señor”.

Su hermano recibió un gran disgusto y sin pérdida de tiempo remitió la carta a su padre. D. Leopoldo aunque, como buen cristiano, sentía la alegría de tener una hija monja, también experimentó con la noticia un gran dolor. Le atormentaba el tener que pensar en la próxima separación de aquella hija tan querida. El momento de la prueba llegó para la familia. Aquel mismo día, estando D. Leopoldo en la escuela, sufrió un ataque de embolia cerebral que le ocasionó la muerte.

Ante esta prueba dolorosa parece que las cosas se complicaban para que Juanita pudiera realizar sus deseos de ingresar en la Orden franciscana, en el monasterio que las Clarisas tienen en Soria. Al llegar a Soria conoció esta Orden, profesó en la Tercera Orden de San Francisco y se entusiasmó locamente por todo lo referente al franciscanismo. Supo captar rápidamente el mensaje evangélico de los Serafines de Asís. Era sin duda un alma franciscana cien por cien: sencilla, con la sencillez de niña, rayana en ingenuidad, sensible y penetrante para ver en todo la huella del Amor, poeta para cantar sus maravillas en la creación ardiente y profunda como el amor de los serafines. Había conocido al “Dios Altísimo, al Dios todo bien” (Oración en Escritos completos de San Francisco de Asís, pag 25) y quería seguir las huellas de Cristo pobre, casto y obediente encerrándose en el monasterio.

Juanita veía la situación en que quedaba la familia: su madre viuda y sus hermanos pequeños. Los dos mayores estaban casados. Pero se sentía responsable de su vocación. Comprendía que “hay que obedecer antes a Dios que a los hombres” (Hch 5, 29). El Dios que la llamaba, nuestro Dios, es el Dios incondicional; el Dios de Abraham, que le manda dejar su casa, su familia, su patria; es el Dios de Moisés que le manda hablar a su pueblo siendo tartamudo; es el Dios de las grandes exigencias, de las exigencias y donaciones totales, el Dios absoluto; el Dios que nos dice: “Si quieres venir en pos de mí…” vende, deja, olvida. ¿Para qué? Para poder recibir el Don del Padre “por amor al Reino de los cielos”.