Madre Clara, como la Iglesia, vivía de la Palabra y enseñaba a sus monjas a hacer lo mismo. Desde que ingresó en el monasterio utilizó los Libros Sagrados para alimento cotidiano de su alma. Como en aquellos primeros años de su vida religiosa escaseaban los textos de la Biblia ella se ocupaba en escribir diariamente, sacrificando el descanso nocturno, fragmentos del Evangelio que distribuía entre las jóvenes para comentarlos juntas. Recomendaba a las monjas la lectura asidua de la Sagrada Escritura y decía: “Todos los libros son hermosos pero la Biblia es la fuente de todos”.
Cuando se multiplicaron las ediciones proveyó a cada monja de los Evangelios y a la Comunidad de varios ejemplares de la Biblia completa. La manejaba como un experto. A cada paso se le oía repetir citas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Pero lo más grande es que en ella la Palabra se convertía en vida por la fuerza fecundante del Espíritu.
Después de profesar se hizo como una especie de atril que gustaba adornar con flores, lo colocó en la sala de trabajo y allí, durante la jornada, tenía la Biblia abierta, entronizada. Desde que se pudo adquirir una Biblia de bolsillo la llevó consigo hasta la muerte.