En la vida de Madre Clara siempre aparecieron estas constantes:
Su amor seráfico a Jesús Sacramentado, con deseo ferviente de verlo adorado, glorificado y reconocido Rey por todo el mundo, en su trono de Amor: la Custodia. Era eso como una obsesión, obsesión santa, persistente, que no la dejaba reposar. Perseveró en los deseos y llegó a conseguirlo. La perseverancia es la gran virtud de toda obra buena (cfr. Homilía 25 de San Gregorio Magno sobre los Evangelios).
Su amor al ideal franciscano de altísima pobreza, de pobreza evangélica, “Dama pobreza”, según la visión de San Francisco y Santa Clara, con ese matiz especial de “expropiación kenótica” y viviendo “sin rentas ni posesiones”.
De aquí nacía el que Madre Clara se sintiera atraída con fuerza irresistible durante toda su vida por el misterio del despojo, del vaciamiento, del anonadamiento de Cristo, y se fundía en él como en única inmolación por su vida de anonadamiento continuo, nota característica suya. Las monjas supieron que se había obligado a ello, incluso con voto, que cumplía con gran perfección y amor -todas lo captaban- a vivir hasta la muerte “anonadada y escondida en la casa del Señor”. Una hermana, sin pretenderlo, descubrió su secreto, que se hubiera llevado al cielo consigo de no haberlo sabido por este medio, topando con un papelillo escrito de su puño y letra allá por el año 1954, y que contenía el texto del referido voto. Sin duda alguna Madre Clara quiso esconderlo y tanto lo escondió que olvidó el lugar donde lo había puesto. Así la hermana pudo, sin pensarlo, dar con él. Lo conservó como una reliquia. Lo transcribimos aquí: “Inmaculada Virgen María Nuestra Señora del Rosario de Fátima: Yo, Sor Clara de la Concepción, agradecida al favor de tu maternal misericordia de acogerme en la dulce morada de tu Purísimo Corazón y deseando permanecer en Él perpetuamente. Hago voto y prometo a Dios Todopoderoso, a Ti, Inmaculada Virgen de Fátima, a San Miguel Arcángel, a los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, a Nuestro Santo Padre San Francisco, a Nuestra Santa Madre Santa Clara y a todos los Santos de mi anonadamiento propio perpetuo, obligándome a él por todo el tiempo de mi vida en la extensión de responsabilidad de mi Director Espiritual, Padre Julio Eguíluz, Ministro del Altísimo y Tuyo. Dígnate, Madre mía, bendecirme este voto y, mirando compasiva mi fragilidad y miseria, ¡dame gracia para ser fiel a él hasta el último suspiro que deseo exhalar en la dulcísima clausura de tu Inmaculado Corazón!”.
Su confianza en la divina Providencia era tan grande que, a pesar de las necesidades y penurias materiales por las que tuvo que pasar, siempre permaneció alegre y segura de que no le faltaría “su Esposa”, como la llamaba. Y así fue. Con frecuencia repetía ante la Presencia de Jesús Sacramentado y en cualquier parte:
“¡Providencia divina,
a ti me acojo!
¡Providencia divina,
en ti confío!
¡Providencia divina,
en ti descanso!”
“Peregrina y forastera en este mundo” (1 Pe 2, 11 y Regla de Santa Clara, cap. 8), vivía segura bajo el cuidado amoroso del Padre Celestial, sin miedo alguno ante la inseguridad de los medios humanos de vida. La frase “¡La Providencia divina nunca falla!” era como el leitmotiv de su vida. Y en ella se palpan las manifestaciones de la divina Providencia totalmente penetradas de amor hacia su esposa.
Su amor era total y filial a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, Reina de los Ángeles, Virgen Inmaculada y Patrona de la Orden. La amaba con ternura filial en estas advocaciones y en las de Fátima, del Pilar... Cada hora la acompañaba en un santuario. A ella confiaba sus preocupaciones, sus deseos, sus anhelos, sus amores, segura siempre de su protección maternal. Le rezaba todos los días las tres partes del Rosario, los dolores y gozos y ¡Dios y Ella sabrán cuánta era su intimidad y su amor! Le gustaba ejecutar sus obras en compañía de Madre tan bondadosa, de Amiga tan fiel, de Compañera inigualable, jamás se caía de sus manos una imagencita de la Señora de Fátima que las monjas conservan desgastada entre los objetos de su uso. Con Ella desahogaba su alma, a Ella acudía asiduamente en demanda de auxilio, de fuerza, de luz; a Ella entregaba sus obras para que las presentase a Jesús como comedianera ante el Padre. Desde muy joven había hecho voto de la esclavitud mariana.
La fraternidad universal fundada en la caridad evangélica: “Todos vosotros sois hermanos” y abierta a todos los hombres. Vivía con la alegría indecible de cara a las realidades escatológicas como “peregrina y advenediza en este mundo”, desprendida de todas las cosas pero amando todas las creaturas como hermanas, y gozándose en todas ellas considerándolas como huella del Creador. Tenía una sensibilidad finísima para ver en todo la huella de Dios que se manifiesta a los hombres por medio de sus criaturas. A todas las consideraba como hermanas a ejemplo de San Francisco, cuyo espíritu parecía haberlo encarnado Dios en ella desde su infancia. Todas la recuerdan alabando a Dios con las hermanas flores y con la hermana nieve, con los hermanos jilgueros y con los hermanos roscos, con las hermanas lentejas y con la hermana tormenta.